jueves, 22 de noviembre de 2007

Opinión de Diego Valadés en El Universal

La lejana Revolución
Diego Valadés
22 de noviembre de 2007


Dos factores han dañado con el prestigio de la Revolución: la demagogia y el conservadurismo. La utilización política de la Revolución para justificar la prolongada ausencia de procedimientos democráticos en el país favoreció el éxito del proyecto restaurador. Antes de que la Revolución dejara de ser invocada como un gran acontecimiento que transformó la vida social e institucional del país, comenzó a experimentarse hartazgo ante un discurso que transitó de lo artificioso a lo artificial. Además, la rigidez de la Constitución en cuanto a la estructura del poder presidencial acentuó el rechazo hacia la Revolución.

Es sintomático que hoy se discuta si la Revolución debe ser celebrada o conmemorada. Es comprensible que así suceda en un ambiente conservador. Todo hecho histórico es recordable. Lo mismo la Revolución que las invasiones extranjeras o el terremoto de 1985 pueden ser rememorados; empero, nadie festeja el sismo, y tal vez tampoco las invasiones, pero muchos sí lo hacemos con la Revolución. La celebración está reservada para quienes sigan pensando que al menos durante un periodo el país tuvo conciencia de la deuda histórica con los pobres.

Al comenzar el siglo XX, México tenía la décima parte de la población actual; más o menos 80% carecía de servicios y de vivienda, y trabajaba en condiciones de explotación. Los mexicanos, en mayoría, vivían en pocilgas, no sabían leer y carecían de derechos colectivos. Los revolucionarios quisieron poner fin a esa situación, y tomaron la decisión de convertir a los pobres en el eje de la Constitución. Eso es lo que hay que celebrar, al menos si se tiene la convicción de que los pobres lo merecían entonces, como lo merecen ahora.

Hoy tenemos que contestar una pregunta directa y dura: ¿qué ha cambiado a casi un siglo de la Revolución, y a 90 años de la Constitución? Las respuestas posibles son contradictorias. La magnitud de la pobreza es menor, pero la concentración de la riqueza es mayor; la democracia electoral funciona, pero subsiste el verticalismo en el ejercicio del poder gubernamental; la organización judicial es vigorosa, pero el acceso a la justicia continúa muy limitado; le educación ha prosperado, pero la cultura política y jurídica sigue siendo deficiente; existe el derecho al trabajo, pero falta el trabajo mismo; a los campesinos se les dio la tierra nacional, y luego se les ha exiliado para buscar sustento en tierra ajena; el Estado ya no es opresor, pero tampoco protege a los gobernados frente a la acción delictiva; no hay temor ante el presente, pero no hay ilusión frente al futuro. La suma sigue dando cero.

La parte social de la Constitución es la que surgió y se fortaleció a partir de 1917. Sin embargo, hay un nuevo ingrediente del Estado contemporáneo que no está regulado: las políticas públicas. Son estas las que dinamizan o atenúan el alcance de las previsiones constitucionales. Las normas son un conjunto de enunciados que emanan del Congreso y las políticas son un conjunto de decisiones que toma el presidente en solitario. La práctica ha mostrado que, con frecuencia, entre el derecho público y las políticas públicas existe una enorme distancia. El primero resulta de la deliberación y las segundas del verticalismo. No es una divergencia insalvable: la clave del nuevo Estado social no se encuentra sólo en las decisiones normativas, sino en que los órganos de representación participen en la definición de las políticas públicas.

El instrumento por excelencia para fijar esas políticas es el Plan Nacional de Desarrollo, al que según la Constitución se sujetan los programas de la administración pública. El plan equivale a lo que en otros sistemas se denomina programa de gobierno. La elasticidad de las normas sociales permite que ese plan adopte medidas que favorezcan o afecten las acciones relevantes para el bienestar colectivo. En cuanto al plan, el artículo 25 constitucional dispone que el Congreso tiene “la intervención que señale la ley”. Una nueva ley de planeación podría facultar al Congreso para participar en la formulación de las políticas públicas. El Congreso nos ha dado gratas sorpresas; no descartemos una más.

diegovalades@yahoo.com.mx

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

PERFIL


Doctor en Derecho. Ex director del Instituto de Investigciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México; es también miembro de El Colegio de Sinaloa, de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Investigadores.
Es autor de numerosas publicaciones sobre derecho constitucional.