Este domingo en el Zócalo
No soy, ciertamente, afecto a la liturgia republicana y hubiera preferido que López Obrador optara simplemente, hace un año, por asumir la coordinación de un gran movimiento nacional de resistencia en lugar de tomar posesión como presidente legítimo. Eso, desde mi punto de vista, hubiera ampliado su margen de maniobra, el de sus simpatizantes y sobre todo el de sus correligionarios en distintas posiciones de poder. Pero eso es lo que yo, que también soy parte agraviada como millones de mexicanos más por la sucia manera en que le fue arrebatado el triunfo, hubiera preferido y no es de mis preferencias de lo que debo hablar.
Tampoco, debo decirlo, me gusta demasiado el discurso propio del mitin de plaza; del “cállate chachalaca” al “pelele”, que opera con la lógica del contacto inmediato, de la reacción instantánea, de la consigna que prende entre los asistentes al mitin pero que al trasladarse a otros ámbitos hace que el discurso del lopezobradorismo en general, o al menos lo que los medios presentan de él, parezca en cierta medida pobre y reiterativo. Esto parte de mi convicción de que la dureza retórica no es necesariamente ni lo más moderno ni lo más efectivo y que suele acarrear como efecto colateral las consabidas excomuniones y anatemas lanzados, por parte de los seguidores más fanáticos, contra aquellos que osan siquiera matizar el discurso opositor.
De nuevo, sin embargo, hablo de mis preferencias y percepciones. Reconozco que la machacona insistencia de López Obrador, el no dar ni un segundo de tregua a Felipe Calderón, El espurio, el apego a una ruta, le ha resultado, a la postre, muy rentable. Otro tanto sucede con la decisión de asumir símbolos como el de la presidencia legítima. Son muchos, en la prensa escrita, los que hacen escarnio de la que Carlos Marín llama república patito de López Obrador. Pierden de vista, sin embargo, que ahí en la plaza, en el corazón y la mente de muchas personas, la presencia de ese hombre con esta investidura legitimada por una voluntad popular manipulada y traicionada no tiene nada de ridículo y, muy por el contrario, dota de majestad singular hasta el más sencillo de los actos públicos y da mayor resonancia e impacto a sus palabras.
López Obrador no se pierde en escarceos con interlocutores que no le reportan resultados inmediatos ni contribuyen esencialmente a su causa. No sufre, por el otro lado —y como muchos de los militantes del PRD despeñados en la dialéctica del traidor—, la frustración de una derrota que, simple y sencillamente no reconoce. La suya no es una campaña de imagen pública; no busca ni votos ni popularidad. Está ocupado armando el andamiaje de un formidable aparato político social que haga, ahora sí, viable la victoria y que se constituya como garante de la misma.
López Obrador sabe, pues, con quién, de qué y cómo hablar; conoce y pulsa con gran eficiencia la insatisfacción profunda que prevalece entre millones de mexicanos que votaron por él y se sienten defraudados y se atreve, se ha atrevido siempre y con distinta fortuna, a comportarse contra todos los preceptos del marketing político, a mantenerse firme en la lógica de la confrontación constante, de la denuncia permanente, del señalamiento sin tregua sobre el origen fraudulento, el día de la votación, dicen unos, en los medios y antes de la elección por la intervención del poder de la Iglesia y del dinero sostengo yo, de la Presidencia de Calderón.
No cede López Obrador, como muchos de sus correligionarios, a la tentación de suavizar o “modernizar” el discurso por las necesidades de sus cargos de elección popular o sus propias aspiraciones personales o de grupo. Carga con los costos, que son muchos, pero también al final —cuando no se equivoca— con los beneficios, mismos que a estas alturas del partido, y contra todo pronóstico, no son nada despreciables.
Mientras que él ha venido escalando en su recorrido por el país, desde las páginas interiores de los diarios hasta las primeras planas, reconstruyendo y ampliando su base de sustentación, también contra todas las predicciones, ¿dónde están en cambio sus principales detractores? Los que orgullosos se alzaron con la victoria —a la mala obtenida a la peor refrendada— en la pasada elección presidencial. Vicente Fox y Marta Sahagún caen en picada. Calderón vive obsesionado con una legitimidad que de origen no tiene; su partido, el PAN, pierde prestigio y posiciones y cede terreno al PRI y al IFE de Ugalde y a los medios electrónicos, los partidos todos, en una inédita confesión de parte, les enmiendan la plana con una reforma electoral que puede, si se cumple, evitar esas trampas que evitaron llegar a López Obrador a la Presidencia.
Habrá que ir, pues, a la plaza este domingo y antes, este jueves 15 al cine, porque en el cine también habrá de estar el mismo López Obrador, con el mismo dedo en el mismo renglón de siempre, recordando, diciendo terca, insistentemente, que aquí el 2 de julio de 2006 no se jugó limpio y que eso ni se puede olvidar ni se puede tolerar.