Ayer, en el contexto de la conmemoración oficial de la expropiación petrolera, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, convocó a la oposición política a emprender un diálogo “abierto, objetivo y sereno” sobre las alternativas para “fortalecer nuestra industria petrolera”, y afirmó que “la pregunta que hoy debemos plantearnos no es si nuestro petróleo seguirá siendo nuestro o no”, sino “cómo vamos a aprovechar mejor nuestros recursos petroleros”, en alusión a la pretendida necesidad de explorar en aguas profundas.
El llamado a dialogar en torno a Pemex sería plausible y hasta deseable de no ser porque tal perspectiva ha sido cancelada de antemano por el propio gobierno federal, a juzgar por la forma equívoca, confusa, desinformadora y tangencial en que ha pretendido presentar los dilemas del momento en la industria petrolera nacional. El grupo en el poder incluso pretende que se le crea que es urgente e inevitable empezar la explotación de los yacimientos submarinos profundos y que, para tal efecto, Pemex debe aliarse, asociarse o abrirse a la participación de corporaciones extranjeras, aunque se elude sistemáticamente enunciar los términos en los que el gobierno imagina tales alianzas. En el extremo de los eufemismos y del hablar para no decir, el director de la paraestatal, Jesús Reyes Heroles, propuso flexibilizar las regulaciones vigentes para que la paraestal “pueda hacerse acompañar de otras empresas al desarrollar actividades propias de su giro, sin afectar la propiedad de la nación”, acaso sin parar mientes en que la propuesta y la condición son mutuamente excluyentes. El empecinamiento por encontrar la cuadratura de la participación de capitales privados al círculo del monopolio público de la industria petrolera, asentado sin ambigüedad posible en el texto constitucional, hace ver que lo que en realidad está en juego, a pesar de los discursos rebuscados, es la privatización, total o parcial, de Pemex y de los yacimientos.
En efecto, a pesar de la ausencia de una postura honesta, clara y transparente por parte del gobierno federal puede entreverse que, a contrapelo de lo que Calderón afirmó ayer, la decisión está tomada: entregar la riqueza del país a las corporaciones petroleras trasnacionales mediante la suscripción de alianzas para la exploración y la explotación de aguas profundas. La sospecha de esas intenciones ha quedado de manifiesto con la agresiva campaña mediática que pretende manipular a la opinión pública sobre la necesidad de actuar en ese sentido, y que absorberá, por cierto, la mayor parte de los 218 millones pesos que la paraestatal tenía presupuestados para gastos publicitarios durante el año en curso.
No se entiende el esfuerzo, el gasto y la insistencia si el único propósito era persuadir a los mexicanos de la necesidad de explorar y extraer petróleo en aguas profundas. En caso de que tuviera fundamento, tal actividad caería, por sí sola, en el ámbito de las decisiones técnicas, y ni siquiera sería presentada a la sociedad, como no fuera a posteriori, para reforzar las vanaglorias rituales que el régimen realiza de sí mismo.
La única manera de entender este comportamiento gubernamental turbio es que la administración calderonista ha tomado la decisión de entregar el recurso natural mexicano a las grandes corporaciones extranjeras efectuando, al mismo tiempo, maniobras de distracción dirigidas a la opinión pública, toda vez que el grupo en el poder es seguramente consciente del enorme costo político que tendría que pagar si enunciara con claridad y transparencia sus intenciones reales. Si se duda de la dimensión de tales costos, baste con ver el tamaño de la concentración realizada ayer en el Zócalo capitalino por los integrantes del movimiento opositor ciudadano que ahora ha hecho de la defensa del petróleo su bandera principal.
En suma, es enormemente nocivo para el país que el gobierno federal se empeñe en abordar un tema de interés público –como lo es el del petróleo– con base en la divulgación de medias verdades o de simples mentiras; debe, por tanto, exigírsele que haga explícitas sus intenciones, las someta a juicio de la población y asuma las consecuencias. De otra forma, más temprano que tarde la actual administración habrá de enfrentar un descrédito multiplicado y un déficit de legitimidad mucho mayor que el que ahora padece.