Por Jaime Avilés
Apenas 31 meses, cuatro días y algunas horas duró el gobierno” espurio de Felipe Calderón: menos de tres años. En las elecciones del domingo pasado, con todos los poderes fácticos a su favor, Calderón perdió la mayoría en la Cámara de Diputados; perdió las gubernaturas de Nuevo León, Quéretaro, San Luis Potosí y Campeche; perdió los principales municipios del estado de México, los principales municipios de Jalisco y la ciudad de Cuernavaca. Y perdió 13 de las 16 delegaciones del Distrito Federal y entre ellas, de manera aplastante, Iztapalapa.
Junto a Calderón, Diego Fernández de Cevallos perdió el gobierno y los principales municipios de Querétaro; el sanguinario represor de los altermundistas en la cumbre de mayo de 2004 en Guadalajara, Francisco Ramírez Acuña, perdió la capital de Jalisco y los municipios de Zapopan, Tlajomulco de Zúñiga, Tlaquepaque, Tonalá, Lagos de Moreno (base de El Yunque) y Tepatitlán, en los que vive 70 por ciento del electorado estatal. Al mismo tiempo, la superpoderosa y corrupta familia de Juan Camilo Mouriño perdió el gobierno de Campeche y los municipios más importantes de aquella entidad, rica en petróleo y camarones, mientras los panistas del estado de México perdieron Tlalnepantla, Naucalpan y Cuautitlán, municipios estratégicos de la ahora llamada “ex” zona azul.
Al día siguiente de la histórica derrota de la ultraderecha panista, renunció Germán Martínez. Al inicio del sexenio, fue secretario de la Función Pública, dizque contralor del “gobierno”, dizque “vigilante” de la pureza administrativa del espurio. Su papel no pudo ser más inmoral. Se sintió lo bastante listo como para asustar a Vicente Fox, a Marta Sahagún y a los hijos de ésta con el cuento de que iba a encarcelarlos si no le rendían pleitesía al pelele y se puso a modo para que todos ellos lo engañaran. Al echarse a los pies de tamaños delincuentes, Germán se convirtió en caricatura de sí mismo. Hoy deberá cuidarse las espaldas porque, a la primera de cambio, lo destruirán sus “protegidos”.
Sólo alguien tan insoportable como el publicista gachupín Antonio Solá –a quien tanto extrañan en la dirección del PAN capitalino–, pudo haberle aconsejado a Germán Martínez que, para ganar el mayor número de votos, tenía que ser a toda hora el más mamón de los mamones. Y el más pendenciero. Y lo cierto es que obedeció la consigna al pie de la letra y batió récords mundiales de impopularidad.
Lo hizo tan bien que el domingo recibió en justa recompensa la derrota electoral más grande en la historia del panismo. Aquí se abre la siguiente pregunta: si ya no está Germán –se rumora que pronto se irá como embajador de México a Honduras–, quiénes de sus amigos coordinarán la fracción del PAN en la Cámara de Diputados. ¿La pésima ex secretaria de Educación Pública, Josefina Vázquez Mota? ¿El cavernícola Francisco Ramírez Acuña, que perdió todo Jalisco? ¿O el mínimo César Nava, ex abogado general de Pemex, coautor junto con Calderón y otros de un megafraude por al menos 2 mil millones de pesos en Coatzacoalcos, Veracruz?
La cabeza de Germán Martínez rodó el lunes profilácticamente porque después de emitir tantísimos insultos contra los dirigentes del PRI no podía pedirles un borrón y cuenta nueva y decirles, señora, señores, olvidemos lo pasado y sentémonos a discutir el presupuesto de 2010. Eso era imposible. Así que, sin perder tiempo, Calderón lo degolló. Pero si Germán renunció porque perdió todo, ¿qué espera Jesús Ortega para hacer lo propio, si su fracaso no fue menos apabullante?
La derrota de Ortega es todavía más patética. Tres de sus cinco candidatos a gobernadores estatales –el de Campeche, el de Querétaro y el de San Luis Potosí–, renunciaron al PRD en plena campaña para aliarse a sus adversarios... y perdieron, porque apostaron mal. Sus candidatos a todas las presidencias municipales del estado de México –incluyendo las de Ecatepec, Texcoco, Chimalhuacán y otras– perdieron. De los 177 diputados federales que tenía hasta la semana pasada, hoy a duras penas conserva 70, de los cuales 30 se unirán a los 18 del PT y los dos o tres de Convergencia para formar el bloque parlamentario de Andrés Manuel López Obrador. En números redondos, pues, Ortega perdió 137 curules. ¿Por qué no renuncia?
Ah, por una razón muy simple. Porque él, y Jesús Zambrano, y Carlos Navarrete, y Graco Ramírez, y Guadalupe Acosta Naranjo, y René Arce, y Víctor Hugo Círigo, y Ruth Zavaleta y demás cumplen una misión al servicio de la ultraderecha: ellos deben permanecer al frente del PRD para controlar el dinero que ese partido recibe del IFE e impedir que éste financie las actividades del movimiento encabezado por López Obrador. Son unos auténticos secuestradores y allí permanecerán, hasta que las bases emigren masivamente al PT o suceda algo imponderable, que nunca se debe descartar.
Otras renuncias están pendientes, por ejemplo, la de varios miembros del gabinete calderónico como Agustín Cartsens (¿ya olvidamos que él congeló el precio del perejil deshidratado?), Javier Lozano (su pleito con Napoleón Gómez ha devastado a la industria minera), Alberto Cárdenas Jiménez (500 mil campesinos emigran cada año a Estados Unidos y este “secretario” de Agricultura sólo sabe sonreír), Eduardo Medina Mora (“nadie irá a la cárcel por la muerte de los 48 bebés en Hermosillo”), Genaro García Luna (coordinador nacional del crimen organizado), Daniel Karam (director del Seguro Social, que se tardó tres semanas en maquillar las listas de los dueños de las guarderías subrogadas), Fernando Sariñana (director del Canal Once, que ha destruido el proyecto original para poder privatizarlo), y tantos ineptos más.
Las elecciones del domingo pasado, si algo, corroboraron que en 2006 Calderón llegó a la Presidencia por medio de un fraude y que, si desde entonces, para una franja muy amplia de la población mexicana su “gobierno” era espurio e ilegítimo, ahora lo es más en todos los sentidos. No votaron en favor del PAN ni siquiera aquellos que según las encuestas pagadas por Los Pinos le atribuían una “aceptación popular” de 70 por ciento. Mentira: el PAN cosechó a duras penas 27.9 por ciento de los sufragios (o 9 millones 277 mil boletas cruzadas a su favor), que en un universo de 78 millones de ciudadanos empadronados representa un poquito más de 10 por ciento de la población mayor de 18 años. En otras palabras, Calderón cuenta con el apoyo de uno de cada 10 mexicanos adultos: carece de cualquier forma de mayoría y, por lo tanto, sus políticas, especialmente las más dañinas y destructivas, deberían ser discutidas, revisadas y modificadas por el Congreso.
Por un Congreso que estará en manos del PRI y donde sin embargo habrá un grupo parlamentario, de alrededor de 48 o 50 diputados, que sostendrá los proyectos del Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo, la Economía Popular y la Soberanía Nacional, y que actuará en un escenario donde los priístas estarán divididos en tres corrientes –la de Beatriz Paredes, la de Enrique Peña Nieto y la de Manlio Fabio Beltrones–, y por lo tanto se aliarán, cuando les convenga, con melón o con sandía.
Desde luego, la lección más importante del proceso del domingo pasado la dictó el pueblo de Iztapalapa, que merece una entrega especial de Desfiladero. Con todo en contra –los chuchos, las televisoras ladrando histéricas, el tribunal electoral dictando resoluciones ilegales que obligan a su presidenta, María del Carmen Alanís, a renunciar a su cargo, si un mínimo de decencia le queda–, con la miseria cotidiana encima, con la presión de los compradores de voto, y los engaños y las calumnias, la gente de Iztapalapa se rebeló por la vía electoral y volvió a poner de relieve el valor de la esperanza.