Luis Hernández Navarro
Publicado en La Jornada el 28 de julio de 2009
Martha López es profesora de quinto y sexto grados de primaria en una escuela de San Miguel Teotongo, en la ciudad de México. Tiene 46 años. Desde muy pequeña quedó huérfana. Para sobrevivir trabajó de sirvienta. Estudió en la Benemérita Escuela Nacional de Maestros de 1980 a 1984. Es socióloga por la Universidad Autónoma Metropolitana. Hizo una maestría en investigación educativa en el Instituto de Ciencias Pedagógicas de Cuba. Además de su esfuerzo y trabajo personal, es quien es gracias a la educación pública.
Nació en el Distrito Federal. Sus padres fueron campesinos sin tierra, que emigraron de Veracruz para buscar un mejor nivel de vida. Su padre murió de una manera muy sorpresiva cuando ella tenía cinco años; a los siete, su madre falleció. Su vida cambió rotundamente. “Quizás con ellos yo no habría sido maestra; sería otra cosa”, dice. “Dadas las condiciones de marginalidad y de orfandad en las que me encontraba, me hice maestra.”
A los nueve años de edad se quedó a vivir con una hermana mayor, conserje escolar. No por mucho tiempo. Tuvo que laborar como trabajadora doméstica para algunas familias de profesores. Recibía, a cambio, casa y comida. No le daban salario ni ropa ni calzado. “Yo los usaba usados”, cuenta ella. “Mi situación fue vivir de regalado.”
Irónicamente, de niña reprobaba en la escuela. Repitió primero y segundo de primaria. No encajaba dentro de un sistema educativo que le parecía opresor y autoritario. Sin embargo, una vez que quedó huérfana comenzó a destacarse, a participar, a ser de las alumnas sobresalientes. Adonde quiera que fue a trabajar nunca dejó de ir a la escuela.
Estudió primaria, secundaria, normal y universidad en escuelas públicas. Dadas las condiciones de vida que tenía, pasó por cinco primarias distintas. Nunca ha estado becada. Toda su vida ha sido de trabajo y estudio a la vez.
Decidió ser maestra por el consejo de un profesor al que admiró. Él enseñaba civismo. Sus clases eran muy sencillas, pero generaban conciencia. Su esposa y él la orientaron. Le dijeron: “tú lo que podrías hacer es irte a una escuela para maestros. Allí son cuatro años. Cuando termines, tú misma puedes seguir estudiando. Siendo maestra te puedes ayudar”. Hizo examen para entrar a la normal y a la preparatoria. Le fue bien en los dos, pero optó por el magisterio. De haberse metido a la preparatoria no habría podido mantenerse.
Al terminar sus estudios obtuvo una plaza de maestra. Era el 2 de septiembre de 1984. Después de laborar durante seis meses, dejó de ser interina y de manera automática adquirió la base en una primaria popular de San Miguel Teotongo. El centro escolar tenía una comunidad de padres de familia muy organizado. Sus maestros pertenecían a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. La colonia era un bastión de organización y lucha urbano-popular muy interesante.
Martha siempre ha sido muy sensible a la injusticia. Cuando en un Día del Niño una maestra de quinto año de una escuela en La Merced le exigió a los niños callarse y los amenazó con romper sus boletas de calificaciones si no lo hacían, Martha se puso de pie y le respondió: “maestra, de ninguna manera nos vamos a callar. ¿Qué no sabe que esto es una fiesta de nosotros, los niños? Si a usted no le parece, es usted la que se tiene que salir, ¿o no, compañeros?, porque ésta es nuestra fiesta”. De allí en adelante la profesora la maltrató, la sacó de los concursos y de la escolta. Pero ella no se sintió menos. “Al contrario –dice– me dio mucho coraje, mucha fuerza. Allí aprendí que no nos debemos dejar.”
Lo que le dio mayor conciencia de lucha sobre la situación nacional fue una marcha-caravana que vino de Oaxaca a la ciudad de México en 1985. La encabezaban maestras triquis, descalzas, con sus hijos pequeños y sus mochilas a cuestas. Eso la impactó profundamente. Al verlas en el Zócalo se le llenaron los ojos de lágrimas; se le hizo un nudo en la garganta. Se dijo a sí misma: “¿cómo es posible que vengan compañeros de otros estados caminando, con sus hijos, en esas condiciones, con los pies sangrando?”
Martha vivió el estallido del movimiento magisterial democrático de 1989 de una manera intensa. Se convirtió en activista. Estuvo día y noche en el plantón que se instaló frente a la Secretaría de Educación Pública. Formó parte de diferentes brigadas y comisiones. Recolectó víveres. Descubrió allí que las personas más humildes, las que menos tienen, son las más solidarias. Gente muy pobre cooperaba con bolsas llenas de mandado. Desde entonces ha seguido siendo una activista. No ha ocupado puestos de representación sindical.
Una fotografía suya apreció en La Jornada en aquellos días. En ella, Martha portaba un cartel de protesta en la mano, detrás de la curul que el entonces líder máximo del sindicato magisterial, Carlos Jonguitud Barrios, ocupaba en la Cámara de Senadores. Ella recuerda muy bien ese día: “Este señor se quitaba y se ponía los lentes, sudaba”, cuenta. “Se veía muy débil y nervioso. Se me hizo que se desmoronaba. Daba lástima verlo. Me dije: ‘¿a poco ese hombre es el dueño de la educación en este país?’ A mí eso me dio muchas fuerzas para ponerme atrás de él y demostrarle que no le teníamos miedo”.
Según Martha López, la educación pública en el siglo XX jugó un papel primordial en el desarrollo del país. “El ejemplo soy yo”, afirma. “Fue un instrumento de promoción, de superación y de mejor calidad de vida. Tiene que mantenerse. Es una posibilidad para los que menos tienen, los pobres de los pobres. Tanto en el campo como en la ciudad hay gente muy inteligente, muy capaz, que se merece una oportunidad y mejores condiciones de vida. México ha avanzado gracias a la educación pública. Sin ella no somos nada.”
Esa educación pública libra hoy una batalla de vida o muerte. Iniciativas como la Alianza para la Calidad de la Educación y líderes sindicales, como Elba Esther Gordillo, quieren ahogarla. Los maestros democráticos, como Martha, la defienden hasta las últimas consecuencias. Gracias a ella son lo que son.