Alfonso Zárate
El Universal del 19 de noviembre de 2009
Los mediocres dominan la escena pública. Lo que prevalece en los órganos de dirección lo mismo de los gobiernos que de los partidos, los sindicatos, los tribunales, las organizaciones empresariales y las iglesias es la improvisación, la insignificancia, el patrimonialismo.
Una de las claves que explica el ascenso de figuras anodinas a los cargos de mayor responsabilidad reside en el perfil de los que mandan: sus inseguridades, sus miedos, que los llevan a rodearse de gente pequeña y a buscar, de entre ellos, a sucesores manejables. Muy lejos ha quedado aquel presupuesto de Gaetano Mosca, fundador de la teoría de las élites, de que “las minorías gobernantes generalmente están constituidas [por] individuos que se distinguen de la masa de gobernados por ciertas cualidades que les dan superioridad material, intelectual y hasta moral” (Elementos de Ciencia Política).
Durante muchos años la sucesión presidencial mexicana fue una anomalía histórica que dejaba en manos de un solo hombre la decisión política más importante: la elección del titular del Poder Ejecutivo de la Unión. Correspondía al presidente de la República, según admitió don Adolfo Ruiz Cortines, la grave responsabilidad de interpretar lo que quería el pueblo de México. Fueron los tiempos del “tapado”, célebre fórmula que pervivió hasta el año 2000 y que se refería a una de las reglas del juego sucesorio: “La política es como la fotografía”, decía don Fidel Velázquez, “el que se mueve no sale”. Por eso todos los aspirantes se agazapaban, se “tapaban”; lo peor que podían hacer (lo averiguó de manera áspera Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación de Luis Echeverría), era brillar con luz propia, porque entonces despertaban los celos, incluso la ira del señor de Los Pinos.
La decisión unipersonal del presidente al escoger a su sucesor no ignoraba la presencia de vetos: los militares con mando de tropa en una época, las organizaciones de trabajadores en otra y, en las últimas décadas, “los dueños de México” y los grandes intereses globales, sobre todo estadounidenses. Por eso, cuando Miguel de la Madrid decidió innovar el procedimiento sucesorio y el PRI anunció la pasarela de los “seis distinguidos priístas”, Bernardo Sepúlveda, el digno secretario de Relaciones Exteriores, no figuró en la lista; su defensa de los intereses nacionales de México desde el Grupo Contadora había ofendido al gobierno de Ronald Reagan y De la Madrid no quería provocar un veto explícito de los estadounidenses.
Luis Donaldo Colosio, hoy llevado a las alturas del bronce, era para Carlos Salinas de Gortari, dentro de su círculo íntimo, el colaborador más dócil, el que no se permitía (ni permitía) el menor asomo de crítica o disentimiento respecto del presidente, ni siquiera en sus conversaciones privadas, por eso fue el escogido.
Algo similar debió ocurrir en la sucesión del general Lázaro Cárdenas. Manuel Ávila Camacho —le decían “el soldado desconocido” porque se ignoraba en qué hechos de armas había participado— pudo relevarlo porque, a diferencia de Francisco J. Múgica, no tenía vetos y su figura anodina y su trayectoria modesta no anticipaban el quiebre que introdujo una vez en el poder: “La Contramarcha”, la llamó Gastón García Cantú.
La lógica de la mediocracia sigue vivita y coleando. En la reciente elección del presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), los senadores dejaron en el camino al candidato con el perfil más completo: esa rara mixtura de experiencia, conocimiento de la materia, firmeza y serenidad que tiene Emilio Álvarez Icaza. Los intereses políticos no se atrevieron a elegir a un ombudsman incómodo, aunque esta sea la razón de ser del defensor de los derechos humanos: ser incómodo al poder.
Lo mismo que pasa en la CNDH y en el IFE se replica en otros espacios cruciales para la República, llegan los obsecuentes, los que aseguran los intereses de quienes los han puesto allí, por eso los organismos se han desnaturalizado y les queda muy poco de su autonomía.
Otra racionalidad que prevalece es la de las cuotas y el cambalache entre los partidos. Por eso, cuando estamos en la víspera de resolver otras elecciones cruciales —la de dos ministros de la Suprema Corte y la gubernatura del Banco de México, significativamente— no hay buenas señales.
Pero si ésa es, irremediablemente, la lógica de los poderosos, a los ciudadanos nos toca el marcaje personal, el escrutinio, verificar el cumplimiento de sus responsabilidades, lo que plantearon en propuesta de trabajo. Hace más de 100 años, Ricardo Flores Magón escribió en el Programa del Partido Liberal: “[…] la vigilancia del pueblo sobre sus mandatarios, denunciando sus malos actos y exigiéndoles la más estrecha responsabilidad por cualquier falta en el cumplimiento de sus deberes […] lo principal es la acción del pueblo, el ejercicio del civismo, la intervención de todos en la cosa pública”.
Pero si ésa es, irremediablemente, la lógica de los poderosos, a los ciudadanos nos toca el marcaje personal, el escrutinio, verificar el cumplimiento de sus responsabilidades, lo que plantearon en propuesta de trabajo. Hace más de 100 años, Ricardo Flores Magón escribió en el Programa del Partido Liberal: “[…] la vigilancia del pueblo sobre sus mandatarios, denunciando sus malos actos y exigiéndoles la más estrecha responsabilidad por cualquier falta en el cumplimiento de sus deberes […] lo principal es la acción del pueblo, el ejercicio del civismo, la intervención de todos en la cosa pública”.
Ser intransigentes ante sus desvíos: ni tolerancia ni olvido. Así iremos cerrándole espacios a esa burocracia oscura, mediana y servil, que hoy predomina en los tres órdenes de gobierno, en la que cada quien lleva agua a su molino y sólo muy pocos cumplen con lo que son sus obligaciones constitucionales y legales.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario, SC