Laura Itzel Castillo
Miércoles 23 de junio de 2010
Cuánta razón tiene Elena Poniatowska: ¿qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Y es que el fallecimiento de Carlos Monsiváis nos tomó a todos por sorpresa, no obstante el deterioro de su salud, que muchos conocíamos. Porque un personaje como él, poseedor del don de la ubicuidad, capaz de ofrecer una conferencia en Mérida, presentar un libro en Hermosillo y brindar una entrevista por televisión en México, todo al mismo tiempo, no podía morir así de fácil, como el común de los mortales.
Pensábamos: si él puede hacer todo eso, seguramente será también capaz de recuperarse de sus males respiratorios en el hospital, asistir a la huelga de hambre del SME y presentar el nuevo libro de Andrés Manuel, todo a la vez, como acostumbra. Y quizá hasta se anime a realizar la crónica del México futbolero, ese que aspira a pasar del “sí se puede” al “ya se pudo”, según las televisoras, que así podrían seguir combinando los negocios y la política por los siglos de los siglos. Al menos podrá ironizar con las maromas de los gobernantes deseosos de aparecer, ellos también, como víctimas de esa fiebre cuatrienal que, invariablemente, lleva a nuestra población de la euforia a la depresión.
Pero no fue así. Y no nos preparaste para estar sin ti, Monsi. Tu presencia era tan extensa y constante en la vida pública de nuestro país, que tu ausencia física duele. Le duele no sólo a tus amigos y familiares, sino a ese ente que los políticos derechosos temen y se niegan a nombrar: el pueblo, como si con ello conjuraran la posibilidad de su organización y rebelión.
Muchos no te habían tratado en persona, pero te habían leído o habían presenciado alguna conferencia tuya. Te sentían como uno más de ellos. Este fenómeno es común con algunas personalidades públicas, sobre todo del mundo del deporte y los espectáculos, pero es absolutamente extraordinario tratándose de un intelectual crítico e independiente como tú. Quizá otros creadores gocen igualmente de fama pública, dada su condición de intelectuales orgánicos del régimen, según la definición de Gramsci, o también por haber abdicado a la consigna de Paz de mantener su distancia del príncipe, pero esa circunstancia no los acerca al pueblo. Ellos pertenecen a las élites y los de abajo así lo entienden.
En cambio tú, Monsi —como se te conocía confianzudamente en todas partes—, eras el único escritor que la gente reconocía en la calle, como bien dijo José Emilio Pacheco. Te desenvolvías con comodidad en la alta cultura, donde eras respetado, admirado e imitado, pero tu mejor desempeño se ubicaba en la cultura popular. No había expresión creativa que pasara desapercibida a tu ojo riguroso, ni movimiento popular en el que no participaras, apoyaras o simpatizaras, siempre con voz crítica e independiente. Así, te vimos del lado de los ferrocarrileros, de los estudiantes, de los indígenas chiapanecos, de los defensores de derechos humanos, de los promotores de la tolerancia y el respeto a la diversidad sexual y de un largo etcétera.
Muchos te recuerdan por tus grandes crónicas y ensayos sobre la masacre estudiantil del 68 o los sismos del 85 en el Distrito Federal. En realidad, cada quien tiene uno o varios textos preferidos con tu firma. O alguna imagen en la memoria de algún evento en el que deslumbraste a todos con tu agudo sentido del humor. En lo particular me gustaba leerte pero, sobre todo, escucharte. Eras muy divertido. De fina ironía, producto de tu velocidad mental y tu amplísima cultura.
¿Por qué se están muriendo los buenos? Es decir, José Saramago, Bolívar Echeverría, Carlos Montemayor, Carlos Monsiváis… Tiene razón Zamarripa: al final, La R triunfó. Pero cómo hará falta Por mi madre bohemios para desnudar a los poderosos y reírnos de ellos. Y, sobre todo, ¿quién hará la crónica de la victoria cuando, por fin, la izquierda ascienda al poder? ¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi?