Luis Linares Zapata
(Publicado en La Jornada el 24 de diciembre de 2008)
Hay, en la crítica teórica del quehacer público, quien identifica a la capacidad negociadora de los intereses en conflicto con la esencia de la política. Otros muchos la suponen requisito indispensable para que los asuntos colectivos se compaginen (o subordinen más bien) a los individuales o de grupo para que haya la gobernabilidad deseada por todos.
Lo cierto es que las partes requieren siempre de encuentros que limen sus aristas más rasposas, sus ambiciones autoritarias o sus pasiones desbordadas para que la fiesta común se lleve en paz o dispersen las tensiones, que serían inmanejables en momentos álgidos. También para que prevalezcan los objetivos de una sociedad que en su desarrollo necesita acortar distancias, encontrar rutas intermedias, ceder para avanzar. Todo ello bajo el supuesto de respetar la legalidad imperante, de que los encuentros se den entre iguales y, si no lo son, que rija la preferencia por el desigual.
Lo que no es aceptable es negociar ilegalidades para hacer prevalecer a una de las partes en aras de conservar lo establecido. Llevar al poder a un partido, a un candidato, aunque éstos hayan sido rechazados por el voto popular no da cabida a la negociación. Imponer la continuidad deseada para sus beneficiarios sobre el cambio decidido por la mayoría no puede ser llamada negociación.
Amenazar con el caos económico, el derramamiento de sangre o con la fuerza de las bayonetas para doblegar a los espíritus temerosos, es trampear los mismos supuestos de igualdad de oportunidades en la concertación. Tal como sucedió en 1988 con la candidatura de Carlos Salinas de Gortari, y que ahora se narra una vez más en el reciente libro de Martha Anaya (1988: El año que calló el sistema) niega las bases de llegar a acuerdos sanos entre rivales o contrarios leales.
Ir sobre las páginas del recuento de Anaya es recordar, rearmar partes del todo, revivir la ignominia de una presidencia ilegítima que prevaleció contra la voluntad ciudadana expresada en las urnas. Es repasar un sexenio posterior que cubrió de complicidades el quehacer público, de trampas por doquier para beneficio de unos cuantos, de un desaforado trafique de influencias de socios y cómplices.
Es, a la vez, dar testimonio del manoseo llevado a cabo por un conjunto de actores decadentes con el afán de dar continuidad (un tanto retocada) a un sistema caduco, incapaz de hacer progresar las aspiraciones del pueblo. Es reparar en hechos que no debieron de haber sucedido, menos aún para encumbrar a un personaje que, a final de cuentas resultó, como era de esperar, nefasto para el bienestar y el futuro de los mexicanos.
Narrar esos días, esas semanas, esos meses posteriores a las elecciones del 88 de los magros recuerdos, es apuntar a las deformaciones más desaliñadas de una sociedad que permiten aceptar lo ilegal y hacerlo pasar como normalidad, un obligado método de concertación política le llaman algunos. Penetrar en eso que quiere ser olvidado es retraer algo que aún navega, con todas sus velas desplegadas, en estos días y años que forman la actualidad post 88. Es observar cómo vuelven a enseñorearse del espacio público esos fantasmas concertadores entre los mexicanos de hoy y de las circunstancias que se habrán de enfrentar a las venideras urnas del 2009 y del 2012. Es ver a una clase de mandones encaramados en los botones de mando para su propio recreo y deleite, no para llevar a cabo programas de rescate para con los de abajo, con aquellos que se debaten en la cruenta marginación que cada día se acrecienta. No. Para eso no se preparan y actúan los concertadores, también llamados “operadores políticos”.
Esos personajes aumentan sus mañas, su trasiego, para asegurar privilegios, para conseguir prebendas adicionales, para apañarse los recursos de todos, para inclinar favores en su provecho y en el de sus cómplices superiores que los envían a concertar, para desviar el flujo natural de los acontecimientos para causas dudosas o francamente ilegales.
Leer los testimonios juntados por Martha Anaya es asentar el papel jugado por algunos de los dirigentes en turno del PAN. Un papel, por cierto, triste, convenenciero, revestido con miras superiores pero, en el fondo, doblegándose cínicamente ante el poderoso en turno. Dándole pase a Salinas hacia Los Pinos con la certeza de encumbrarse ellos mismos. Ninguna grandeza puede alegarse a favor de los panistas que inclinaron la balanza para favorecer a Salinas y al sistema imperante. El mismo convencimiento forzado de Manuel Clouthier para lograr su parcialidad en la legitimación de Salinas en los hechos fue un episodio de hombres menores (no concurrieron en esto mujeres). Las condiciones que llevaron a la concertación cupular dan clara idea de sus alcances programáticos, de su visión de país, de su modelo de gobierno. Ahí colaron los panistas sus viejos anhelos de combatir, de finiquitar al ejido, a la reforma agraria. Pidieron devolver la banca a sus jefes de siempre: los banqueros privados. Un trasvase que terminó, bien se sabe, en manos trasnacionales después de pingües negocios entre los banqueros así improvisados.
Los panistas finalmente coincidían con la tecnocracia priísta en forzar la apertura económica y que Salinas coronaría con el TLC. El punto de altura planteado en esa ilegítima concertación fue electoral: sacar al gobierno del organismo rector de las elecciones, una demanda largamente planteada por diversas fuerzas. El logro concertador que quizá mejor luce las intenciones fundamentales de los panistas fue clerical. Dieron así fe de sus pulsiones ancestrales que pedían reanudar relaciones con las iglesias, aunque ellos pretendieran que fueran con la suya: la católica romana en primer lugar, su perseverante apoyadora. Ésta fue, qué duda cabe, el festín por excelencia de los concertadores de ese tiempo. Una fiesta que se les aguó en 2006 y por eso subsiste el rencor de aquellos que le temen, por sobre casi todas las cosas, a la izquierda reivindicadora de la justicia distributiva.