El Universal, 21 de mayo de 2009
Para Carmen Aristegui, con la admiración, el cariño y la solidaridad de ¡Eureka!
Una mañana, hace ya muchos años, recibí una denuncia como las que empezaron a llegar a mis manos desde que inicié la lucha por justicia para mi hijo desaparecido.
Decía: “El profesor Epifanio Avilés Rojas fue aprehendido el 19 de mayo de 1969 en Las Cruces, municipio de Coyuca de Catalán, Guerrero, por el mayor Antonio López Rivera. Custodiado por soldados fue llevado a Ciudad Altamirano, en donde pasó la noche esposado en una celda. A la mañana siguiente, frente al pueblo reunido junto a una avioneta del Ejército, de la que descendieron el general Miguel Bracamontes y dos agentes, el general lo hizo subir a la avioneta y ordenó a los agentes: ‘Llévenlo al Campo Militar Número Uno’”.
Al leer el escrito, que puso en mis manos la señora Braulia Jaimes Hernández, esposa del maestro desaparecido y hermana de mi entrañable amigo, Florentino Jaimes, como un chispazo me llegó a la memoria una nota leída en Monterrey, en un diario capitalino, aquel ya lejano día en el que nunca pensé que me iba a encontrar seis años después en ese abismo del dolor, como Braulia Jaimes y su familia.
Se me escapa el nombre del periódico, pero nunca olvidé el del periodista que hizo la narración: José Reveles, a quien no conocía, pero que al hablar con él, tras la desaparición de mi Jesús, su solidaridad hacia la lucha por los desaparecidos se ganó mi más acendrado afecto.
Por allí hay quienes me dicen: “Ya párele, no sea terca…”, y luego dejan caer una “perla”: “Contra el gobierno no se puede”. Los escucho y sonrío para mis adentros por su supina ignorancia, por su desconocimiento de la historia del mundo. ¿Quiénes si no los pueblos tercos, obstinados en sus convicciones, amantes de la libertad y la justicia, las han hecho realidad? Veo y escucho a los conformistas y se me alza más alto la voluntad de lucha… y pienso sin odio, más bien llena de conmiseración: “pobres personas”, mediocres, adoradoras de las cadenas de quienes los explotan, obedientes del absurdo, lacayos sin librea, desnudos de voluntad… huérfanos de dignidad…
En este mes del Día del Trabajo, del Día de la Madre, del Día del Maestro, ¿de qué podemos alegrarnos? ¿En cuál de esas fechas hubo algo bueno para el pueblo de México?
A mis compañeras y a mí, madres de desaparecidos, nos duele la fecha oprobiosa de los 40 años de la desaparición de Epifanio Avilés Rojas, el primer desaparecido de la lista de nuestra organización, que tiene un saldo doloroso que dejaron los gobiernos priístas, que se ha acrecentado por los gobiernos panistas, en hechos en los que tiene una responsabilidad vergonzosa el Ejército mexicano, que actúa en obediencia ciega al llamado comandante supremo de las Fuerzas Armadas y en desacato a la Constitución y al Código de Justicia Militar.
Un ejemplar de éste lo recibí de manos de un general, que sentía pena inmensa por el otrora “glorioso” conglomerado de hombres que lucharon y resguardaron la independencia del país. Se sentía avergonzado de saber de las cárceles clandestinas en los sótanos y cerca de la biblioteca del fatídico campo Número Uno, de la Base Naval de Icacos, de La Joya y de todos los cuarteles que albergaban a las víctimas de la ilegalidad, que él consideraba deshonra para las Fuerzas Armadas. ¡Le asistía la razón!
Por aquellos años del inicio de mi terrible batallar, como mi humilde persona pasaba inadvertida, logré entrar a la prisión militar durante casi seis meses. Valiéndome de la bondad del pueblo mexicano, les dije a las mujeres que esperaban entrar a visitar a sus presos que era madre de un desertor. ¡Y vaya si conocí “las entrañas del monstruo”, pues era interminable la lista de injusticias de las que se quejaban los allí encarcelados, y no pensé que se tratara de aquellos legendarios llamados “los presos de Burgos” que gritaban su inocencia a los cuatro vientos.
En fin, que a lo largo de la lucha, de ir a las instalaciones del Ejército, de hablar con militares y de convivir con los solados presos y con sus familias, vi con claridad que sus integrantes son (como decía Paquita Calvo) pueblo uniformado, y descubrí que muchos de los “mandos” no están de acuerdo con lo que ordenan los encaramados en el poder y que atenta o de plano va en contra del mandato constitucional. Por eso, nunca he llegado a odiar a los que visten uniforme, porque muchos buscan de qué vivir, que son los más, aunque —claro— no faltan los que se corrompen y corrompen a otros y maltratan y golpean y torturan y encierran en cárceles ilegales a sus hermanos de raza y de clase.
Desde este espacio me atrevo a hacer un llamado al generoso pueblo mexicano, a todo, también al uniformado, para que juntos, pacíficamente organizados, luchemos por que nunca jamás haya quien hable o escriba desde el abismo del dolor.
Dirigente del comité ¡Eureka!