La Jornada, 23 de mayo de 2009.
as confesiones de Miguel de la Madrid a Carmen Aristegui pusieron el dedo en la llaga, fueron claras y contundentes: el sistema político mexicano debe consentir corrupción e impunidad para subsistir; optar por el mal menor es su justificación; conforme a este razonamiento, pretender suprimir estos vicios nos llevaría a la ingobernabilidad, al caos. En otras palabras, estas conductas se han convertido en ingredientes intrínsecos al sistema, que es necesario tolerar. Se obliga a la complicidad como exigencia de una política pragmática
. Quienes intenten contravenir esta máxima, convertida en razón de Estado, pagan un precio muy caro. El consejo es llevar la fiesta en paz, nadar de muertito; el mensaje a la población es que debe resignarse, ya que lo más recomendable es olvidar y ocuparse de otros temas.
La tesis política de la impunidad pretende sustentarse en una división entre supuestos realistas e ingenuos; los primeros son los que aceptan las reglas, los segundos, quienes buscan un cambio. Este mismo dilema se presentó cuando Vicente Fox llegó a la Presidencia con una gran carga de expectativas ciudadanas. Rápidamente se impuso la opinión de los realistas sosteniendo que no era tiempo de rompimientos: un buen político debía aprender a cerrar los ojos y a tragar sapos. Así se fraguó un proceso mimetizante que dificulta distinguir las prácticas entre el antiguo régimen y el nuevo. Esta abdicación se puede comprobar en todos los campos, basta recordar, como muestra, el final de la cacería de los peces gordos
planteada por el entonces contralor federal Francisco Barrio. Romero Deschamps es hoy más fuerte que nunca y Barrio se encuentra casi en el exilio.
Este capítulo de nuestra política nacional no se reduce a las fechorías de los Salinas, aunque cualquiera de ellas es escalofriante. Por ejemplo, el dinero depositado en Suiza, que según se afirma es producto del narcotráfico, y la disposición personal de fondos públicos, son evidencia de complicidad oficial, empresarial y criminal. Este solo hecho sería suficiente para que el gobierno iniciara una investigación por el nuevo ingrediente vinculado al narcotráfico, ahora que se presume una lucha sin cuartel en su contra. Han pasado 10 días y todo parece indicar que no se moverá un dedo. Esta omisión exhibe claramente la calidad de nuestra democracia, de nuestro sistema de justicia y la ausencia del Estado de derecho.
Obviamente el gobierno pretende dar vuelta a la hoja y hacernos creer que nuestro papel se reduce a ser simples observadores, como si se tratara de una película y nuestra suerte estuviera desvinculada de su trama. Se parte de la premisa de que la población es menor de edad, incapaz de soportar el cambio hacia una cultura de derechos y responsabilidades plenas. Quienes defienden que la complicidad es un requisito de gobernabilidad buscan que volvamos la mirada a los discursos de los candidatos en la presente contienda electoral, que sin cuestionar los problemas de fondo del país prometen mejor vida y seguridad plena.
El problema es que la corrupción e impunidad en el país afectan todos los campos de la vida pública y privada. Sobran los ejemplos, un sistema educativo atrasado; adquisiciones y contratos de las empresas paraestatales como grandes negocios, especialmente a Pemex; privilegios fiscales a las grandes corporaciones en un escenario de déficit y escasez de recursos públicos; degradación del medio ambiente; monopolios intocados; explotación irracional de los recursos naturales; ineficacia en la defensa de los derechos humanos y fácil entendimiento con el charrismo sindical.
Un país rendido a la lógica de la impunidad y la corrupción como un mal necesario es inviable en todos los terrenos. Imposible dar una batalla contra el narcotráfico, seguirán los muertos y los escándalos si no se rompen las complicidades en la cúpula. Las dificultades económicas no encontrarán salida, porque siempre los intereses colectivos estarán atrapados por los individuales. Los inversionistas, sobre todo aquellos que proyectan sus intereses a largo plazo, temerán comprometer sus recursos por carecer de certidumbre en las reglas. En un escenario de impunidad sólo estarán interesados en invertir los que apuestan al corto plazo o aquellos que aprovechen excesivas ventajas competitivas, como la maquila en materia de mano de obra barata, la especulación en la bolsa o la explotación de los recursos mineros. Para incrementar nuestra preocupación, observemos una de las perlas del próximo proceso electoral: la industria de las telecomunicaciones, antes sólo interesada en influir en el Congreso de la Unión, ahora está decidida a formar parte de él con personeros propios: al menos cuatro de los candidatos a diputado del Partido Verde Ecologista con mayores posibilidades de llegar a tribuna responden a los intereses de ese sector.
A pesar del ambiente de desaliento y confusión que impera, de temor a nuevos ajustes económicos, de desconfianza en los partidos y en el sistema electoral, tenemos que encontrar formas de participación ciudadana que confirmen nuestra mayoría de edad y demuestren que la impunidad y la corrupción no son males necesarios y que es posible cambiar el rumbo del país sin caos. Quizá una convocatoria ciudadana integrada por miembros prestigiados de la comunidad, sin intereses creados, podría favorecer nuevos espacios de reflexión y coordinación de iniciativas que hasta ahora no han encontrado terreno propicio para fructificar. Es tiempo de romper inercias.