jueves, 21 de mayo de 2009

La "clase política" o la desilusión democrática

Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada, 21 de mayo de 2009.

Es evidente que la sucesión de escándalos en los que aparecen personajes de todas las denominaciones ha acreditado hasta la náusea la idea corriente de que, en efecto, existe una clase política que actúa por encima o al margen de la sociedad, siempre en beneficio propio e independientemente del origen o la procedencia de sus miembros. Imposible salir en su defensa. En el extremo opuesto, entre politólogos y buenas conciencias, se pretende que la política es mero servicio al margen de los intereses individuales, de grupo o de clase que los políticos representan. Ambas generalizaciones son erróneas.

El fracaso de los partidos para reformar México, así como los excesos del poder, aunado a la ceguera histórica de las elites para limitar los privilegios clasistas, la persistencia de una cultura política sustentada en la intolerancia, la exclusión y la discriminación, así como la frustración ante la parálisis reaccionaria de las instituciones bajo el panismo, han creado un vasto sentimiento de animadversión contra la clase política –sobre todo contra la llamada partidocracia– y sus escándalos, pero también contra la política en general, considerada como una actividad sospechosa y poco edificante por los mismos intereses fácticos que defienden su propia agenda maniobrando en los pasillos del poder sin sujetarse a las reglas del juego que les impone el pluralismo, la sociedad abierta y la urgencia de hacer de México un país menos injusto y desigual.

Sin duda, todos los políticos comparten la voluntad de gobernar, es decir, la vocación de poder, la disponibilidad para ejercer profesionalmente las funciones del Estado. Tienen en común la aspiración a ser expertos en el dominio de su actividad, considerada como un arte sujeto a ciertas reglas (aunque el oportunismo sea mal visto), pero se distinguen entre sí no solamente por sus capacidades, formación y moralidad sino, y esto es decisivo, por los fines que orientan su participación en la vida pública, esto es, por los principios y valores que los unen a otros que piensan de manera semejante (partidos, grupos, etcétera) y a los objetivos que se proponen alcanzar mediante su participación en la arena pública. Si estos fines se deslavan o desaparecen bajo el peso de las ambiciones personales o de la corrupción (o por simple estrategia de camuflaje ideológico), digamos, la función política también se degrada, aunque difícilmente se pueda probar que la naturaleza última de dicha actividad sea favorecer actitudes ilícitas o inmorales. En rigor, de labios para fuera nadie acepta que cualquier medio sirva para alcanzar objetivos legítimos (sin mancharlos), aunque muchos políticos de las más diferentes ideologías se esfuercen por demostrar lo contrario, como si trataran de probar a la vez que todos son iguales. Para esos casos, en una sociedad democrática están –o deberían estar– los tribunales.

El mensaje contra la clase política, que no sólo denota justificada irritación, podría, empero, tener efectos ilusorios entre la ciudadanía: un lector escribe al foro de un diario nacional: La mejor manera de cambiar este país, en este momento, es no votar por ningún partido; la clase política está corrompida, acabemos con todos ellos. Se piensa, porque así se desea con toda pasión y buena fe, que la inmoralidad reinante se resolverá mediante una expiación ética a cargo de la sociedad que, utópicamente, alzará sobre las ruinas del viejo régimen un nuevo orden sin políticos, vale decir, sin Estado.

La crisis de representación es a final de cuentas la expresión de la crisis de un modelo político que no acaba de extinguirse mientras que el prometido para sustituirlo sigue sin crecer. Todo está a medias. Donde la alternancia debió sentar las bases de un cambio de fondo se produjo la primera gran claudicación. Satisfechos, los partidos se acomodaron a la democracia sin asumir la reforma institucional del Estado y dilapidaron la legitimidad trabajosamente alcanzada en años de transición. Las grandes reformas no llegaron, ante la incompetencia de los poderes dominantes para percibir los vientos del cambio.

El conservadurismo se resignó con la máxima hegeliana de que todo lo real es racional. Desaparece toda noción de futuro. No hay proyecto porque nadie lo necesita para medrar con el reparto de posiciones. Más que el despliegue de la pulsión democrática asistimos al asalto final contra el viejo constitucionalismo del siglo XX, sin cuestionar, por cierto, algunos de sus fundamentos objetivos. En nombre de la democracia, la Iglesia vuelve por sus fueros; los medios se erigen en jueces de la vida nacional, la riqueza se concentra mientras se estigmatiza al Estado, a las organizaciones sociales; la justicia no cancela la impunidad; la democracia electoral tropieza sin remedio ante la rigidez autoritaria de los sindicatos, las asociaciones civiles y religiosas. La inmoralidad campea y a su modo la corrupción también se democratiza gracias a la pluralidad. El cinismo se instala como primera ideología del poder. Todo se vale. De estos años emerge un país desigual, desencantado, inmerso en la violencia y la crisis económica, torpemente paliada con mucha retórica y más demagogia.

Después de las elecciones entraremos en una fase de inevitable reajuste en la competencia política. Es evidente que el régimen de partidos existente ya no responde a las realidades del país y se hacen necesarios cambios al respecto, si no se desea llegar al 2012 en un clima de absoluta confrontación. El arreglo que permitió la alternacia ya se agotó, pero eso no significa renunciar ni a la política ni a los partidos, a elevar el nivel del debate público, que hoy se halla por los suelos. Ojalá y la izquierda tenga el valor de asumir que la fragmentación actual la lleva a la ruina, que es mejor fijar de una buena vez las diferencias y acordar caminar juntos cuando sea posible.

Estamos ante el fenómeno de la descomposición, que marca con todo rigor el largo final de un régimen que se ha vuelto decadente e insostenible. Pero la polarización, y sus secuelas en términos de la protesta social, no asegura la modificación del rumbo. Cuando falla la política se instaura la violencia. Pero la política exige compromisos, actuaciones transparentes, políticos, no sólo predicadores.