viernes, 10 de octubre de 2008

Editorial de hoy en La Jornada:

Crisis y oportunidad

El pasado miércoles, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, presentó el Programa para Impulsar el Crecimiento y el Empleo, orientado a “mitigar el impacto negativo (en la economía mexicana) de la turbulencia financiera internacional”. El plan establece la ampliación del gasto público, particularmente en materia de infraestructura; la modificación de las reglas en el ejercicio del presupuesto para agilizar la inversión oficial; la construcción de una nueva refinería, financiada con 12 mil millones de pesos acumulados del Fondo de Estabilización de Petróleos Mexicanos (Pemex); un “programa extraordinario” de apoyo a las pequeñas y medianas empresas, y las medidas para desregular y desgravar importaciones para “hacer más competitivo el aparato productivo nacional”.

En fechas recientes, los más acendrados detractores de la intervención estatal en la economía, empezando por los republicanos estadunidenses, han debido echar marcha atrás, y ahora el gobierno mexicano se suma a esa tendencia. A primera vista, el plan calderonista pareciera ir en la dirección correcta, pues apunta al reconocimiento de la necesidad de reactivar la economía y el mercado internos, generar empleos a partir de la construcción de infraestructura, apoyar a los sectores productivos e incrementar la capacidad de refinación de la industria petrolera nacional, cuyo abandono sostenido ha derivado, entre otras cosas, en absurdos como el de un país dueño de recursos e industria petroleros y que debe, sin embargo, importar cerca de la mitad de la gasolina que consume. En ese sentido, el programa presentado anteayer constituye un indicio de entendimiento, por parte de la actual administración, de la gravedad de la problemática que enfrenta el país; una variación, por pequeña que sea, con respecto al férreo empecinamiento neoliberal sostenido en ocho años de gobiernos federales panistas, y un abandono de la arrogancia con la que el grupo en el poder había venido minimizando –o, lisa y llanamente, negando– la profundidad del quebranto financiero internacional y las previsibles dimensiones de sus impactos en la economía mexicana.

Sin embargo, el plan que se comenta es tardío e insuficiente: las medidas ahora propuestas, más otras de mayor calado, habrían tenido que aplicarse por lo menos desde la pasada sucesión presidencial. El tiempo perdido implica que la crisis mundial encuentra una economía mexicana débil, dependiente, estancada y distorsionada por decisiones políticas equívocas o, simplemente, por la falta de decisiones. Este estímulo coyuntural a los motores internos de la economía no remedia los efectos de la falta de incentivos como uno de los más graves vicios crónicos del ciclo de gobiernos neoliberales.

Otro aspecto inaceptable del programa presentado anteayer es el hecho de que se pretenda financiarlo, casi en su totalidad, con la desaparición de los proyectos de impacto diferido en el registro del gasto (Pidiregas), la conversión en deuda pública de los pasivos que Petróleos Mexicanos adquirió por esa vía y la exclusión del ramo de inversión de la paraestatal en el Presupuesto de Egresos 2009. Lo anterior da cuenta del empeño del calderonismo por seguir utilizando a Pemex como la “caja chica” del gobierno federal –sobre todo en tiempos de crisis– y una negativa a buscar fuentes adicionales de financiamiento del Estado que no sean el saqueo fiscal de la industria petrolera de propiedad pública.

Es inevitable, en este sentido, contrastar la propuesta calderonista con la expresada hace más de dos semanas por el ex aspirante presidencial Andrés Manuel López Obrador, que consiste en reducir el gasto gubernamental en 200 mil millones de pesos por vía del recorte a los salarios y la cancelación de las prerrogativas onerosas que gozan los altos funcionarios de la administración pública. Esa cantidad, aunada a otro tanto que se espera recibir por concepto de excedentes petroleros –con lo que el monto ascendería a 400 mil millones de pesos, ocho veces más que la partida propuesta por Calderón para el gasto en infraestructura–, pudiera fungir para aplicar medidas que no sólo infundan dinamismo al aparato productivo –la inversión en infraestructura, la construcción de tres nuevas refinerías, el incremento del presupuesto destinado al campo–, sino también amortigüen el impacto de la crisis entre los sectores más desprotegidos, como la cancelación de los aumentos en los precios de los combustibles y la electricidad, la generación de puestos adicionales de trabajo y el otorgamiento de pensiones alimentarias a adultos mayores y de becas a los jóvenes.

En suma, si bien el plan anticrisis calderonista da cuenta de una pequeña variación en el rumbo económico oficial, lo que es en sí mismo un dato positivo, se requiere ir más allá y buscar una racionalización efectiva del gasto público y dar al manejo gubernamental una incidencia real en la reducción de las desigualdades y de la miseria. Ello resulta imperativo por consideraciones éticas fundamentales, pero es además recomendable por consideraciones políticas precisas: el gobierno calderonista tiene ante sí la oportunidad de admitir algunos de sus yerros iniciales y de aceptar la razón que ha asistido, durante estos dos años, a su principal detractor. Sería deseable que el equipo gobernante comprendiera que la aceptación de los errores propios no es necesariamente una señal de debilidad política pero sí un gesto de altura moral, y que el reconocimiento a las posturas correctas del adversario es, a la larga, un factor de fortalecimiento institucional. En forma insospechada, pues, las dificultades económicas mundiales y nacionales dan al calderonismo la posibilidad de empezar a remontar su déficit de legitimidad y de emprender la superación de la fractura política nacional creada por la manera en que llegó al poder. Cabe esperar que sepa aprovecharla y que el mejoramiento de las condiciones sociales y económicas de millones de mexicanos se coloque, de una vez por todas, como principal prioridad del sector público.