Dilema
La crisis financiera que se ha ido extendiendo desde Wall Street durante un año se ha intensificado en las últimas semanas. La onda expansiva abarca buena parte del mundo. A pesar de las diversas y cuantiosas intervenciones de la Reserva Federal para preservar las corrientes de crédito y la capacidad de las empresas para pagar sus deudas, esto no se ha conseguido. A pesar de que el Tesoro ha puesto miles de millones de dólares para salvar bancos, aseguradoras e hipotecarias, la confianza no regresa a los mercados financieros.
En Europa también se ha cimbrado el sistema. El gobierno británico se ha quedado con parte de la propiedad de algunos bancos; en Alemania se usaron miles de millones de euros para prevenir la quiebra de otro. En el llamado Benelux se desmembró el mayor consorcio financiero. En todas partes se pone dinero público para asegurar los depósitos: en Rusia se resiente el sistema financiero, en Japón se secan las corrientes de crédito, en Corea y Hong Kong caen las acciones en las bolsas, en India se reduce la expansión industrial.
Las voces de alerta crecen desde el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Internacional de Comercio, instituciones de carácter multilateral que paradójicamente se han quedado al margen de la crisis, y claman y por una acción concertada de los gobiernos.
Dicha acción se está dando ya en el campo de la intervención de los bancos centrales y los ministerios de finanzas, pero siguen siendo insuficientes ante la pérdida de confianza prevaleciente entre los inversionistas y ahorradores. Se advierte que hay una tensión entre la globalización económica y el carácter nacional que quieren mantener los gobiernos en su acción política.
La gente ve cómo se va diluyendo su patrimonio y se quedan con pocas opciones. Pueden sacar su dinero del banco tomando una fuerte pérdida y luego ponerlo debajo del colchón. O bien, lo dejan en sus cuentas y corren el riesgo inherente en la crisis.
Todo esto crea un fuerte dilema en el orden social vigente. Y que hoy se expresa de modo claro en Estados Unidos. Si el gobierno intensifica su intervención en el sistema financiero, como lo ha venido haciendo, aparece salvando a las empresas y a sus directivos que están directamente vinculados con el surgimiento de la crisis.
El siguiente paso será quedarse con una parte de la propiedad de los bancos, es decir, poniendo recursos como capital a cambio de acciones (hasta ahora se habla de acciones preferentes para no involucrarse en la administración). Esto equivale a la nacionalización.
El asunto no es meramente económico: tiene una clara implicación política y cada vez más tonos morales. Además, es un cuestionamiento a la ideología mercantil prevaleciente. El Consenso de Washington hecho trizas.
La crisis se asocia con los excesos cometidos en el terreno de las inversiones a partir de extender prácticamente sin límites los precios de los activos, en este caso en particular de las viviendas. Pero el exceso se acompañó de lo que ahora es a todas luces un sobrepago a los ejecutivos involucrados y a los directores de las firmas que han quebrado, fusionado con otras o están en una situación muy vulnerable.
Mientras las ganancias se reproducían de modo constante todo parecía magnífico y hasta se justificaban esos ingresos fabulosos como parte de las recompensas de un sistema de libre mercado. Hoy, en cambio, es motivo de atención de los legisladores y de noticia y comentarios en la prensa y la televisión. La ética social también es fluctuante, como los precios de las acciones, de los bonos y las monedas.
La otra parte del dilema surge si el gobierno no interviene. La lógica que emana de la ideología del fundamentalismo del mercado dice que hay que dejar que los mercados se ajusten por sí mismos sin intervención del gobierno.
En términos de la política pública este argumento sostiene que la Gran Depresión que se inició en 1929 duró más de lo necesario debido a la intervención a gran escala impuesta por el gobierno de F. D. Roosevelt. Ésta habría impedido el eficaz ajuste de las fuerzas del mercado convirtiéndose en una carga excesiva para la sociedad.
Para el gobierno de George W. Bush no hay mucho margen de maniobra y ha sido forzado a una cada vez más extensa intervención en el sistema financiero. Al final de su administración hay una especie de venganza de los principios ideológicos que había sostenido firmemente junto con el amplio grupo de su vicepresidente Cheney y los neoconservadores a ultranza. A esta dimensión económica se suma la larga guerra en Afganistán e Irak, que tampoco resultan como se previó y tienen al ejército empantanado.
Todo esto puede parecer una ironía. Para ese poderoso grupo, en cambio, el desenlace de estos largos ocho años es una tragedia. En plenas elecciones será interesante ver cómo procesan todo esto los ciudadanos estadunidenses. De modo más general será relevante ver cómo lo administra el nuevo gobierno.