Durante su participación en el Foro Económico Mundial realizado en Davos, Suiza, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, señaló: “es absolutamente importante y urgente (...) limpiar el sistema bancario (mundial), ya lo hicimos hace 10 años en México; nos costó 15 o 20 puntos del PIB, pero hoy en día nuestro sistema bancario es realmente sano”.
Nadie puede negar, en la circunstancia presente, la pertinencia y necesidad de sanear el sistema financiero mundial y de establecer mecanismos de control y regulación eficientes que contrarresten el libertinaje y la irresponsabilidad que han privado en los últimos años. Sin embargo, las autoridades mexicanas son las menos indicadas para señalar al mundo cómo lograr esos objetivos: el propio gobierno calderonista ha sido renuente a establecer los controles necesarios y ha propiciado, con ello, una actividad bancaria que dista mucho de ser “realmente sana”. De hecho, actualmente se manifiestan signos de alerta ante el incremento de la morosidad y la cartera vencida, consecuencias del desenfrenado afán de ganancias de las instituciones financieras que operan en el país.
Adicionalmente, al poner como ejemplo para el mundo el rescate emprendido por la administración zedillista, Felipe Calderón pasa por alto todas las implicaciones que esa operación ha tenido en materia económica y social para el país, lo cual evidencia una inaceptable falta de recato y franqueza en el discurso presidencial: ese plan de salvamento constituye el mayor atraco a las arcas públicas del que se tenga memoria. Significó cargar a la sociedad los pasivos de las grandes empresas bancarias; dejó como saldo una deuda descomunal a cuenta de los contribuyentes; alentó la concentración de la riqueza en unas cuantas manos y profundizó, con ello, la insultante desigualdad que recorre el país. Al día de hoy, el Fobaproa-IPAB constituye un pesado lastre para el desarrollo nacional, pues absorbe recursos públicos que bien podrían destinarse a rubros de suma importancia, como la construcción de infraestructura, la generación de empleo o el desarrollo de la industria petrolera nacional.
En contraste con la determinación mostrada para ayudar a las grandes empresas y a los capitales financieros, las administraciones de Zedillo y sus sucesores muy poco han hecho por atender los enormes rezagos nacionales en materia de empleo, salud, educación, vivienda y bienestar social, ni por frenar el deterioro en las condiciones de vida de amplias franjas de la población. Es claro que lo peor que podrían hacer los gobiernos del mundo sería reditar los errores cometidos por las autoridades mexicanas: ello no sólo no abonaría a solucionar el problema actual, sino que implicaría, además, un agravio para sus respectivos pueblos.
Por último, resulta significativa la deferencia mutua, tanto en el discurso como en el trato, que han manifestado en los últimos días el jefe de la actual administración federal y el ex presidente: esos elementos dan cuenta de que ambos políticos podrán estar bajo banderas partidistas distintas, pero que en muchas otras materias, incluida la económica, se rigen por la misma ortodoxia neoliberal, que defienden las mismas posturas e intereses y mantienen, en lo esencial, las mismas inercias. Este continuismo, además de que pone en entredicho el pretendido “cambio” que el antecesor de Calderón había prometido con la alternancia de siglas y colores en la Presidencia de la República, resulta por demás preocupante en un momento en que urge el abandono del paradigma económico dominante, principal causa del actual desastre financiero.