La Jornada, 11 de febrero de 2009
Las ofensas contra los mexicanos cometidas por sus elites, en especial la política, son incontables y de gran calado. Las llevadas a cabo por sus empresarios, clérigos o policías no son de menor estirpe, pero no se tocan ahora por falta de espacio. En ninguna de ellas, el responsable ha asumido su culpabilidad y, menos, aún, solicitado el necesario perdón. Trátese de una matanza colectiva (acaso genocidio) como la efectuada en la Plaza de las Tres Culturas (68) o de un atropello a la vida democrática del país, como sucedió en 1988 y 2006 al trampearse groseramente la elección presidencial.
Ninguno de los mandatarios en turno (del 64 a la fecha), que abusaron de su poder incurrieron en ilícitos rampantes o desviaron, por intereses espurios, los asuntos públicos, han salido ante la ciudadanía para reconocer sus culpas, omisiones o fracasos.
Todos, sin excepción, han adoptado actitudes que van, de la arrogante soberbia del individuo que se siente intocable, (como Gustavo Díaz Ordaz cuando se hizo cargo de toda la faena criminal sin externar remordimiento alguno) hasta el disfraz financiero (defensa de los cuentahabientes del sistema bancario) tal como hizo Ernesto Zedillo con motivo de la quiebra de 1994. Al contrario, este personaje, ahora empleado de trasnacionales, se vanagloria del saqueo ejercido contra los bienes del pueblo.
Cuarenta y cinco años de muestra (1964 a 2009) y la constante que brota desde las cúspides políticas es la misma: una serie de justificaciones y evasivas que intentan distorsionar el papel jugado por los actores bajo cuestión. El motivo es salir de los abusos o, peor aún, de los lances criminales, lo mejor librados en sus reputaciones y fama. Poco importa que en el imaginario colectivo vaya quedando el sedimento de verdad que contrariará, con el paso del inexorable tiempo, lo que se pretendió ocultar. La constante que hace posible el oscurantismo en tales actitudes de las elites apunta hacia un sistema profundamente autoritario (o antidemocrático). El complemento le deviene de una intricada red de complicidades que amasa al quehacer público y penetra hasta el mismo orden privado. La permisividad, entonces, toma carta de naturalidad entre la sociedad y sus dirigentes. Se corroe así el tejido que debería unirlos en una sana relación y accionar de mutuos beneficios.
Pocos son los grupos e individuos de la sociedad nacional que reclaman, que exigen explicaciones, que acuden ante las debidas instancias de justicia para motivar el factible juicio popular o forzar el posible castigo concomitante ante los delitos o errores cometidos por sus gobernantes.
Muy contadas son, también, las instituciones del Estado que pueden atravesarse en el camino del poder así incautado. Es por eso que ninguno de los mandatarios mexicanos ha sido llevado a juicio. Ninguno de ellos ha tenido la necesidad de responder ante tribunal alguno o renunciar a su cargo por los atropellos en que incurrió.
Salvo el caso de Luis Echeverría, cuya participación delictiva en los crímenes de 68 y 71 ha sido perseguida por muchos de los afectados (con respaldo de amplios sectores de la izquierda), todos los demás, por desgracia para la madurez democrática, no han olido, ni siquiera de lejos, los humores y sentires de algún juzgado o simple comité de la verdad.
Hay una estrecha conexión entre el mea culpa de los tomadores de decisión por sus errores, omisiones o delitos y la vida democrática de un país. Más todavía se podría solidificar en el caso de que los infractores sean llevados ante las pertinentes instancias de justicia para que reciban el merecido castigo. El ejemplo, como en otros muchos menesteres, empieza por lo alto de la pirámide social y se va escurriendo hacia los estamentos de base. De esta derivada manera se sedimenta la certeza de que la ley toca, con igual rigor, a todos. La impunidad, por el contrario, es contundente medida negativa, el escollo o fracaso de la democracia.
Es comprensible que cualquier mandatario que haya incurrido en actos contrarios al bienestar o la salud pública de la ciudadanía se resista a reconocer sus pecados contra los que son o fueron sus gobernados. La arrogancia del poder se les atraviesa en el camino. El orgullo mal entendido, la vanidad que ciega, la densidad de las complicidades a proteger, el tinglado de intereses que se pueden afectar o la simple ligereza y tontería (como en el caso de Fox) también juegan su papel represor de la transparencia y la rendición de cuentas.
Pero aquel que antepone el deseo constructor de ciudadanías orgullosas de serlo a sus personales motivaciones, puede alcanzar etapas superiores de aprecio en la memoria colectiva o, al menos, agradecimiento por la sinceridad, por la verdad pelona aunque sea dolorosa. Poco ayudan en tal proceso las confesiones adornadas de los ejercicios literarios o memorias endulzadas, en las confidencias a trasmano, tal como hace De la Madrid cuando describe su participación delictiva en ocultar las cifras electorales, negarse a entregar el poder a la izquierda (arguyendo responsabilidad) o afirmar la orden de abrir fuego contra los mexicanos que quisieran tomar Palacio.
Son, los aquí descritos, tristes episodios de la vida nacional y una condicionante a la vida democrática de la que no escapa el presente que muchos sufren.