Adolfo Sánchez Rebolledo
Los monopolios y la ley
Hoy, al calor de la crisis, cuando están en la picota algunos postulados de la preceptiva neoliberal, la disputa por el presente y el futuro se intensifica. Surgen nuevas propuestas servidas en antiguos recipientes que caben como anillo al dedo. Se renueva la prédica contra los “monopolios” al tiempo que se afirma sin matices la urgencia de abolir todo proteccionismo. Pero en este punto también hay abusos políticos y conceptuales que expresan la crudeza de la pugna por los espacios de mercado y poder, sostenida por algunas de las figuras encasillables bajo la sombra fantasmal de los poderes fácticos.
La oferta es en apariencia sencilla: se trata de democratizar el capitalismo desbaratando los nudos que limitan o coartan la competencia. Nada nuevo. A lo largo del siglo XX se conocieron iniciativas cuyo objetivo era mitigar la centralización y la concentración del capital, abriendo la propiedad de las empresas a los ciudadanos mediante operaciones accionarias, de modo que las viejas categorías clasistas perdieran sentido. En el lugar de los antiguos dueños y sus clanes parasitarios surgiría una capa de anónimos propietarios capaces de orientar a las empresas hacia objetivos “más humanos”, como si la “avaricia” fuera un defecto moral de algunos pecadores encumbrados y no expresión del “afán de lucro” que mueve al “sistema” a obtener las más altas ganancias posibles. Se estableció así el reino de los gerentes, el domino del expertice sobre la regulación, la irresponsabilidad privada proyectada sobre los intereses públicos, el dominio de las grandes corporaciones para hacer que los gobiernos se plegaran a sus intereses.
Parte de ese discurso, definido y aplicado al mundializarse la economía, ha sido retomado en México y otros países del sur como la última novedad en materia de transformación económica. El descubrimiento de la competencia como fuente de todas las libertades y riquezas, tan asociado al imaginario del capitalismo liberal (del que se excluye al Estado), se nos presenta aquí como panacea. La acción contra los monopolios, por cierto descritos con manga ancha y sin precisión, se concibe como un momento liberador de la energía social y productiva de la sociedad, contenida durante décadas por los arreglos perniciosos entre los beneficiarios del poder político y el económico, una minoría que se ha aprovechado por igual del viejo estatismo y de la apertura comercial. Tal revitalización ideológica, afín al corazón blanquiazul de algunos gobernantes, es utilizada como arma arrojadiza en la descarnada lucha que vienen librando entre sí distintos grupos en los que se funden componentes locales y trasnacionales. Por ejemplo, el señor Calderón lamenta en voz alta que la ley proteja a Pemex, impidiendo al gobierno entregar a los capitales trasnacionales la construcción simultánea de tres o cuatro refinerías a la vez. Habla por la herida, pues a estas alturas de la crisis aún no acepta que sin rematar al mejor postor la riqueza petrolera (el monopolio) su administración carece de todo proyecto nacional digno de ese nombre.
Algunos partidarios del capitalismo “popular” exigen un régimen de estricta competencia, aunque no puedan evitar que, bajo la radicalidad de sus denuncias, asomen la oreja otros monopolios que aspiran a aumentar su tajada. En esta visión se pierde de vista el papel del Estado y se mezclan temas políticos y asuntos económicos, es decir, todo lo que sirva al discurso “perturbador” que ya se comienza a poner de moda. Es común la denuncia elitista del sindicalismo, sea el del magisterio o el de Pemex, que los críticos suman al rubro de los monopolios, sin deslindar la estructura corrompida y burocrática que manejan a discreción los líderes, con el organismo legal, necesario y legítimo al que los trabajadores aspiran.
La noción de “monopolio” se aplica con indiferencia, aun cuando se trate de evitar que la desregulación” aniquile la presencia nacional es áreas tan importantes como las telecomunicaciones. En nombre del consumidor se pide mayor eficiencia, precios internacionales, pero resulta sospechoso que bajo la crítica a Telmex aparezca apenas disimulado el deseo de aupar a la telefónica española o cualquiera otra de las siglas en conflicto. Y es que la defensa del consumidor no siempre ha traído los resultados prometidos. Allí está el caso de la banca.
Caso paradigmático es el de las televisoras, que no cejan en su empeño de revertir la reforma electoral, y están dispuestas a seguir por la misma ruta de enfrentamiento hasta que la clase política se rinda y el Poder Judicial se doblegue. Juegan con el desprestigio de los partidos y la debilidad de las instituciones que, como el IFE, dependen, casi exclusivamente, de la confianza ciudadana. Resentidas por el recorte que significa para sus ingresos la canalización de la propaganda política por conducto del órgano electoral, dejan sentir su fuerza reduciendo al absurdo el argumento racional que anima la reforma y que no es otro que darle absoluta transparencia a una operación que no puede ser negocio cautivo de unos pocos. Este desafío de los llamados poderes fácticos al Estado no habría cruzado la línea roja sin la complicidad de los gobiernos que en el pasado se rindieron antes sus intereses. Basta recordar la claudicación de Vicente Fox ante los medios, presentada como síntesis de las libertades de expresión y empresa, y que no fue sino un paso atrás en el cumplimiento del ordenamiento constitucional.
La cuestión no está en “disolver” las grandes empresas (o los sindicatos) sino en sujetarlas a la ley; la competencia requiere de la fiscalización de la sociedad y de la supervisión directa de la autoridad para que cumplan con la función pública que tienen a su cargo. El extraordinario poder acumulado por algunas empresas privadas proviene menos de su tamaño (sin duda importante) como de las complicidades que desde sus orígenes las atan a la operación de las cúpulas políticas. Eso es lo que hay que cambiar.