La Jornada, 23 de febrero de 2009.
No hay duda de que aunada a la lacerante crisis económica global, México enfrenta hoy otra crisis que comienza a reportar enormes costos no sólo económicos, sino también políticos y sociales: su imagen en el exterior se desmorona.
Las señales que México ha dado al mundo a través de los medios de comunicación nacionales y extranjeros, desde hace años tienen el común denominador de la inestabilidad.
Si bien durante poco más de una década los indicadores económicos del país habían mostrado un comportamiento más o menos estable, que se tradujo en confianza en los mercados y en las inversiones, los resultados que reportaban otros sectores, de manera paralela, no eran tan halagüeños.
Secuelas de levantamientos armados, guerrillas, homicidios que no se esclarecen, impunidad, elecciones cuestionadas, seguidas de prolongados conflictos poselectorales; escándalos de corrupción, así como el más reciente recrudecimiento de la inseguridad y de la violencia generada por el narcotráfico y el secuestro, se han convertido en los mensajes que el mundo recibe de nuestro país desde hace años.
Y es que hoy, cuando la economía nacional es arrastrada por la llamada crisis global, los muy escasos indicadores que daban pie a una precaria estabilidad han terminado por desaparecer y sólo quedan al desnudo, ante los ojos del mundo entero, los horrores que arroja cotidianamente la lucha contra la delincuencia organizada.
El gobierno de Felipe Calderón ya sabe de los enormes costos que esta realidad comienza a arrojar al país. Ya lo detectó, lo midió y está sumamente preocupado.
Quizás sea por esta razón que, durante la semana pasada, al menos tres miembros del gabinete saltaron a la palestra para tratar de contrarrestar los efectos negativos de la lucha contra el narcotráfico.
Cada uno por su parte, carentes de una estrategia, sin un mensaje claro ni argumentos bien definidos, hicieron algunos señalamientos temerarios que, lejos de cumplir con el propósito de enviar un mensaje positivo, provocaron una serie de enredos, de dimes y diretes, que orillaron a la intervención de gobernadores, legisladores e, incluso, del propio secretario de Gobernación.
Las declaraciones de los secretarios de Turismo, Rodolfo Elizondo; de Relaciones Exteriores, Patricia Espinosa, y de Energía, Gerardo Ruiz, abrieron innecesariamente tres frentes distintos en un debate que nada abona a la confianza que el gobierno calderonista ahora busca construir.
El responsable del sector turismo manifestó, el 16 de febrero, su preocupación por el “deterioro de la imagen de México en el exterior, por la insistencia de algunos medios de comunicación –dijo– de destacar todo lo que sucede en materia de crimen organizado”.
Resulta comprensible la preocupación de Elizondo, ante la difícil realidad que enfrenta ese sector a partir de la innegable caída del turismo extranjero al país producto de las señales de inestabilidad. Lo que parece un despropósito es que, quien fuera el encargado de la comunicación del gobierno federal durante el primer tramo del sexenio anterior, culpe a los medios de ser los responsables del acelerado deterioro de la imagen de México más allá de las fronteras.
Al día siguiente, el 17, la canciller expresó ante su similar de Irlanda que la violencia generada por la lucha contra el crimen organizado de ninguna manera se da en varios sitios de la República, sino que ésta se circunscribe exclusivamente a tres entidades federativas. Mencionó Baja California, Chihuahua y Sinaloa.
El señalamiento de Espinosa causó revuelo e indignación entre legisladores, pero también en los tres estados sobre los que puso el dedo.
El gobernador de Chihuahua, José Reyes Baeza, reprochó a la canciller, a través de un desplegado publicado en medios impresos, la ligereza de sus aseveraciones; la acusó de querer minimizar un problema que se extiende a muchos otros estados, y le exigió una rectificación. Y es que apuntar de esa manera, en un tema tan sensible, pudiera fácilmente provocar brotes de mayor inestabilidad en esas entidades fronterizas.
En París, el 18 de febrero, el secretario de Energía soltó una declaración que, por lo aventurada, dejó perplejos a sus interlocutores y pronto se regó por todo nuestro país.
Palabras más, palabras menos, Gerardo Ruiz dijo que México tuvo que entrar a la lucha contra la delincuencia organizada porque, de no hacerlo, el próximo presidente de la República podría ser un narcotraficante.
Los yerros concatenados de los tres miembros del gabinete calderonista llegaron hasta el Congreso. En el Senado, institución encargada de sancionar la política exterior de México, quieren prohibir a los secretarios de Estado que opinen en materia de seguridad. El país queda peor parado, argumentan los legisladores.
Por delicado, el asunto del deterioro de la imagen en el exterior ya forma parte de la agenda de Felipe Calderón. Es preciso atenderlo con prontitud y eficacia, pues de lo contrario el daño que cause ésta, la otra crisis, será incuantificable.