En la ceremonia por el aniversario 92 de la Constitución Política, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, tras mencionar “la acción destructiva de la delincuencia”, se refirió a las voces discordantes que “demeritan” en lugar de “aportar”; al “catastrofismo sin fundamento, particularmente ahora llevado a extremos absurdos, que daña sensiblemente al país, a su imagen internacional, ahuyenta inversiones y destruye los empleos”; “al alarmismo”; a “los personalismos e intereses que medran con infundadas profecías de desastre que sólo generan desaliento”; a las “actitudes protagónicas y egoístas”; a quienes, dijo, buscan “laureles a partir de socavar las instituciones democráticas”; a quienes “quisieran ver debilitada a la nación y a las instituciones”; “a quienes insistentemente buscan ignorar las capacidades del Estado, quienes quieren ver su fracaso y apuestan a él” y “trabajan cotidiana e infructuosamente por lograrlo a partir de las mismas libertades” que el Estado les garantiza y “denigran sus atribuciones, su fortaleza y su viabilidad”.
Los abundantes y enconados señalamientos contra lo que debe entenderse como una gran diversidad de voces opositoras al calderonismo son por demás preocupantes porque dan la impresión de que se ha confundido el adversario y que ahora el gobierno federal mete las posturas discordantes en la misma categoría que la delincuencia organizada. La perspectiva inocultable de tal confusión es el intento de supresión de la libertad de expresión para los disensos que resulten incómodos o molestos y la tolerancia únicamente para aquellos que, a juicio del Ejecutivo, realicen una “crítica que orienta soluciones” y un “análisis que alerte responsablemente sobre riesgos latentes”.
Por lo demás, es pertinente considerar que, en un panorama nacional sembrado de conflictos nuevos y antiguos, asediado por la criminalidad, la crisis económica exógena y endógena, la desigualdad, la miseria, la corrupción y la impunidad, las simples descripciones de la realidad suenan a crítica: la mención de los miles de muertos que ha costado la política de seguridad pública vigente, la cita de las cifras de la infiltración de los cuerpos policiales que aportan las mismas autoridades, la referencia a los cientos de miles de desempleados y a los otros tantos casos de personas que han caído en cartera vencida, el señalamiento de los inveterados mecanismos de apropiación privada de la riqueza pública, entre muchas otras cosas, podrían ser considerados, en la lógica del orador central en la conmemoración constitucional de ayer, como una forma de “atentar contra el Estado”.
Si se habla de las cesiones de grandes sumas de las reservas internacionales que no han servido sino para alimentar a los especuladores cambiarios; si se alerta sobre los riesgos que corre la soberanía nacional por los huecos legales que quedaron en la reciente reforma energética y que podrían permitir el control efectivo de grandes bloques del territorio nacional; si se señala la improcedencia y los peligros de abusar del recurso militar para combatir el narcotráfico; si se insiste en el riesgo de estallidos sociales generados por un manejo económico insensible y lesivo para los bolsillos de la mayoría de la población, ello podría ser tomado como “catastrofismo sin fundamento” y, en consecuencia, como un afán por “socavar las instituciones democráticas”; si se señalan los vicios y las falencias de las oficinas encargadas de la seguridad pública y de la procuración de justicia, podría interpretarse que con ello “se daña al país y a su imagen internacional”.
México, como lo han señalado múltiples, diversas y cualificadas voces nacionales y extranjeras, atraviesa por una circunstancia crítica que desde luego no pone en riesgo la viabilidad del país pero que sí puede ser el prolegómeno de fenómenos de inestabilidad e ingobernabilidad y de una tragedia social mayor que la que ya se vive. En tal circunstancia, el empeño por intimidar el ejercicio crítico de la ciudadanía equivaldría al designio de cerrar los ojos ante los problemas, lo que conllevaría una ineficiencia gubernamental aún mayor que la presente y el agravamiento irremediable de los conflictos. Pero, con o sin crisis económica, de seguridad, de legitimidad y de confianza, el afán por acallar la discrepancia, de reducirla a una crítica a modo o incluso de criminalizar la opinión disidente, no tiene cabida en un gobierno que se pretenda democrático.