En días recientes, con el telón de fondo de una inusual exhibición de divergencias entre el Banco de México (BdeM) y el gobierno federal, la devaluación del peso ha experimentado intensos embates especulativos. Con el afán de contener la devaluación de la divisa nacional, la institución monetaria ha “quemado” miles de millones de dólares de las reservas internacionales del país, primero mediante subastas y, posteriormente, por medio de las llamadas “intervenciones directas”, mecanismo de suma opacidad que abre la puerta a la asignación de grandes cantidades de divisas, a precios preferentes, a entidades financieras privadas. En el contexto actual, y tras cinco lustros de un mal entendido “realismo” monetario y de satanización oficial de mecanismos como el control de cambios, las instancias públicas carecen de otros mecanismos para incidir en el tipo de cambio y no tienen más recurso para contener la caída del peso que transferir las reservas de dólares del país a los especuladores. Cabe preguntarse qué ocurrirá si estas reservas se agotan antes que el apetito de los cambistas por obtener ganancias fáciles –y legales, al fin de cuentas– a costa de la destrucción de uno de los indicadores fundamentales de la economía.
No es éste el único ámbito en el que un poder fáctico (el de los capitales financieros, en este caso) ha desplazado en el mando a una autoridad pública. Hoy mismo el país asiste a una nueva ofensiva de los concesionarios de canales televisivos orientada a revertir los cambios legales recientemente aprobados en materia electoral y que limitan sus ganancias económicas derivadas de la propaganda partidista. En su afán por doblegar la voluntad de las cámaras legislativas, del Instituto Federal Electoral (IFE) y de los políticos en general, los conglomerados empresariales que explotan las concesiones de frecuencias de televisión han emprendido una campaña para hacer odiosa, a ojos de las audiencias, la actividad electoral, y para ello han insertado la propaganda electoral que tienen que transmitir, por ley, en las emisiones en vivo de actos deportivos, provocando interrupciones obviamente molestas.
A diferencia de lo que ocurre en el ámbito cambiario, en donde el grupo gobernante se quedó, por decisión propia y por convicción de fanatismo neoliberal, sin instrumentos de control, en el terreno de la televisión abierta las autoridades disponen de mecanismos para restablecer el orden y para evitar que el usufructo de un recurso que pertenece a la nación, como es el espacio radioeléctrico, sea utilizado para denostar los procedimientos democráticos y para profundizar la animadversión de la sociedad –acendrada y justificada, por lo demás– hacia la esfera de la política partidista. El propio IFE ha iniciado un procedimiento contra Televisa, TV Azteca y Sky para sancionar las conductas mencionadas. Por su parte, el gobierno federal, por medio de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, podría optar, si persiste esa suerte de golpismo mediático, por retirar las concesiones a las empresas correspondientes o, cuando menos, por abrir el espectro de las frecuencias televisivas a nuevas señales, medida que contrarrestaría el desmesurado poder fáctico de lo que, con la campaña mencionada, volvió a ratificarse como un duopolio.
Una de estas medidas alentaría el desarrollo de la pluralidad en el ámbito televisivo y contribuiría a contrarrestar la percepción generalizada de que el gobierno en turno es más sensible a los intereses de los grandes consorcios mediáticos que a las necesidades de la población y a los imperativos de la soberanía nacional. Pero, lo más importante, se despejaría el peligro de que los concesionarios privados consoliden y legalicen un poder fáctico e ilegítimo como lo hicieron en años anteriores, y con consecuencias tan nefastas como las que hoy pueden verse con los capitales especuladores en el ámbito cambiario.