Jueves 12 de febrero de 2009
El paquete de reactivación económica por un total de 789 mil millones de dólares cuya aprobación se amarró ayer en el Congreso estadunidense, parece ser el punto opuesto al programa de rescate financiero adoptado en las postrimerías de la presidencia de George W. Bush: mientras el primero se orienta a reactivar el empleo y, vía recortes impositivos, a apoyar a las empresas y a los causantes particulares, y tiene por ello una enorme gama de beneficiarios, el segundo fue destinado a restañar el poder de los grandes capitales financieros –es decir, de unos cuantos–, puestos en jaque por su propia ambición e irresponsabilidad. El dinero gestionado por Bush para los banqueros fue dilapidado en parte en primas y bonos millonarios para ejecutivos bancarios ineptos e inescrupulosos, y su aplicación ha dado pie a un revoloteo de negocios turbios, como simulaciones hipotecarias fraudulentas que, como informó ayer la Oficina Federal de Investigación –FBI, por sus siglas en inglés–, resultan atraídos por “una inyección de tanto dinero en tan poco tiempo”.
El abuso de los ejecutivos bancarios que se asignaron grandes sumas de dinero procedente del bolsillo de los contribuyentes, especialmente en el contexto de la absorción del desfondado Merrill Lynch por el Bank of America –operación respaldada con 138 mil millones de dólares–, ha llevado al presidente Barack Obama a estipular un límite máximo a las percepciones de los directivos de los bancos “rescatados”, medida que se extendería a aquellas empresas que reciban grandes montos de fondos públicos y que, lamentablemente, no se ha hecho retroactiva ni general para todas las compañías asistidas por el Estado. Ello significa que los dineros privatizados mediante prácticas inescrupulosas pueden darse por perdidos para las arcas públicas.
Estos hechos distan de ser ajenos a la realidad mexicana. En días pasados, en el foro económico de Davos, Ernesto Zedillo, impulsor del rescate bancario en nuestro país, y el actual titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, evocaron en términos elogiosos aquella operación que resultó en un gigantesco cúmulo de fraudes y apropiaciones indebidas de recursos públicos. A diferencia de lo que ocurre en la nación vecina, donde la FBI ha destacado más de un centenar de agentes para dar seguimiento a posibles operaciones ilícitas en el contexto del rescate bancario –se habla de medio millar de fraudes cometidos de octubre a la fecha–, ni las autoridades emanadas del Partido Revolucionario Institucional ni las surgidas de Acción Nacional han tenido la voluntad política para esclarecer las pérdidas monumentales sufridas por la nación a raíz de los negocios sucios del Fobaproa-IPAB. Ese mecanismo ha arrojado sobre las finanzas públicas una deuda cercana al billón de pesos y ha sido un factor fundamental para explicar el estancamiento económico del país en ocho años, desde mucho antes de que se declarara la actual crisis económica mundial, pero no sirvió ni poco ni mucho para rescatar a la banca mexicana: tras ser saneada con cargo al erario, fue rematada a una hornada de banqueros temporales, quienes a su vez la revendieron con utilidad a grandes corporaciones extranjeras, en ocasiones sin pagar un centavo de impuestos por las transacciones multimillonarias. Hoy en día el Estado mexicano subsidia, vía bonos del Fobaproa-IPAB, a entidades financieras de Estados Unidos, Europa y Asia, sin que el país se beneficie con ello en lo mínimo.
Otro contraste que debe ser mencionado es que, mientras al norte del río Bravo los políticos y gobernantes realizan un esfuerzo sin precedente para acordar una magna intervención pública en la economía, a fin de generar puestos de trabajo –el objetivo es crear 3 millones y medio de empleos–, las autoridades mexicanas observan, impasibles, el alarmante incremento del desempleo sin darse cuenta, al parecer, de las implicaciones que ese fenómeno tendrá en términos de sufrimiento humano, de desintegración familiar y social y de descontento político. Por el contrario, la consigna oficial del momento es cerrar los ojos y los oídos ante el desarrollo de los acontecimientos y tapar las bocas ajenas que alertan, no por afán de sabotear al gobierno calderonista sino por puro sentido común, sobre la peligrosidad de las perspectivas que se abren con la crisis presente y con la inacción gubernamental ante ella.