Delicuencia, violencia y clases
La Jornada, 5 de septiembre 2008
Un ambiente de zozobra se cierne sobre la República. La violencia cotidiana del crimen organizado, en colusión con un gobierno penetrado por las mafias –y que opta por las vías represivas y militares para enfrentar el descontento social–, conjuntamente con el grave deterioro de las condiciones socioeconómicas de la mayoría de la población, provocan la pesadumbre de amplios sectores rurales y urbanos que ven amenazados sus trabajos, entornos familiares, patrimonios e incluso la propia preservación de sus vidas.
Las clases medias y altas expresan públicamente su fundada indignación por los secuestros, homicidios y atracos de todo tipo, y por la corrupción e incapacidad de las autoridades para responder a este tsunami de criminalidad incontrolable, sin vislumbrar todavía el fondo de sus causas estructurales y políticas; sin entender la violencia sistémica del capitalismo que deja sentir sus rigores en el hambre, la enfermedad, la desocupación y la pobreza generalizada de millones de personas; en la guerra social desatada contra resistencias y oposiciones.
Se exige “mano dura” y se apoyan las medidas de militarización y un mayor rigor en los castigos, demandando incluso la pena de muerte contra los perturbadores del “orden público”, al mismo tiempo que se ignora la tortura, el asesinato y las desapariciones forzadas de cientos de luchadores sociales, la existencia de presos políticos en todo el país, la acción de grupos paramilitares en Chiapas, los numerosos periodistas muertos en el ejercicio de su profesión o las constantes violaciones a los derechos humanos cometidas por el Ejército, las policías y la maquinaria judicial. Se observa el problema como una cuestión de eficacia y se exclama: “¡Si no pueden, renuncien!”, sin ir más allá en el análisis de esta realidad delictiva que sufren los mexicanos. No se trata del clamor: “¡Que se vayan todos!” de los piqueteros argentinos, que expresa una mayor concientización en torno a la inutilidad generalizada de la clase política de este país.
También, las “soluciones” dependen del cristal de clase con que se miren. Se multiplican los guetos, calles y fraccionamientos cerrados, autos blindados, guaruras o body guards, recursos técnicos de variada naturaleza, y como expediente final, la migración, “que al fin en Europa o Estados Unidos, estas cosas no suceden”. Si millones de mexicanos han cruzado la frontera norte sin documentos con el objetivo de encontrar trabajo, aun con los riegos y las políticas racistas que este trance conlleva, ahora aflora también la migración de quienes pueden costear una inserción en un país de primer mundo como propietarios y rentistas.
Claro que para la mayoría de la población esto no es posible, por lo que a los estratos ilustrados (pero sin medios económicos suficientes) sólo les queda la prevención. Van y vienen los correos electrónicos advirtiendo sobre las modalidades de la delincuencia y los pasos a seguir para sortearla: desde vestir modestamente, andar sin documentos comprometedores, evitar mostrar el celular en la calle, observar con detenimiento a los extraños, utilizar con discreción la llave electrónica del auto, tener un sobre con una cantidad suficiente de dinero para no provocar el enojo de los posibles malhechores, etcétera; hasta las advertencias sobre nuevas modalidades de asaltos, secuestros exprés o los peligros de las redes sociales de Internet –explotadas ahora por el crimen organizado–, e incluso el riesgo de las páginas sociales de los diarios, que pueden ofrecer informaciones utilizables por los delincuentes.
También aquí se trata de acciones defensivas de carácter “técnico”, de “consejos” para el “manejo evasivo”, de expertos entrenados nada menos que por el Servicio Secreto y las fuerzas especiales del ejército de Estados Unidos, que paradójicamente pueden tomar por asalto un país, como Irak, sin que este hecho sea considerado un crimen internacional. Los “consejos” refieren a salidas que estimulan el cuidado personal, de grupos familiares o de amigos, que de seguirse –se afirma– evitarán ser víctimas de la “delincuencia” en abstracto, la cual tampoco es analizada estructuralmente. Se estimula un estrés generalizado que promueve el terror, la parálisis, la desconfianza hacia los demás, siempre “potencialmente peligrosos”, la discriminación clasista y racista hacia las clases subalternas “obligadas a delinquir”, la cerrazón en pequeños guetos no siempre seguros.
Mientras tanto, las cárceles se llenan de inocentes o culpables –nunca se sabe– de los sectores vulnerables; los defendidos por los “abogados de oficio”; los “carne de cañón” de las prisiones; los “nadie”, los “nada”. En contraste, los capos poderosos pueden incluso no sólo alcanzar fianza sino vivir en barrios residenciales. Recuerdo que en un exclusivísimo fraccionamiento de Tlalpan, al cual se accedía a través de una caseta de vigilancia en la que revisaban meticulosamente los vehículos y exigían identificaciones, ¡se aseguraron cuatro casas de narcotraficantes!
En el “combate a la delincuencia” se pretende asumir como algo normal, e incluso recomendable, los retenes del Ejército en carreteras y en las calles de las ciudades, el ingreso de militares y policías a domicilios sin orden de cateo, la delación anónima, el control policiaco de los ciudadanos, la violación flagrante de la Constitución y el constante quebrantamiento de los derechos humanos.
No nos engañemos: la única solución viable es cambiar de raíz el sistema basado en el robo generalizado del trabajo ajeno, para el cual son inherentes la violencia y el crimen. La efectiva “lucha contra la delincuencia” consiste en transformar las relaciones sociales basadas en la explotación y degradación de los seres humanos.