lunes, 8 de septiembre de 2008

Opinión de León Bendesky en La Jornada

Desigualdad

Las estadísticas sobre las condiciones económicas y sociales de la población, en cualquier parte del mundo, son siempre cuestionables. En este campo se pueden supuestamente probar o, con un poco menos de suficiencia, se pueden proponer argumentos que son prácticamente contradictorios.

Ese rasgo de falta de certeza de las cifras que se citan para discutir el tema de la pobreza y la desigualdad no hace, por supuesto que ella desaparezca. Está, en cambio, profundamente asentada en las sociedades modernas.

Pero tampoco es un fenómeno nuevo. Plutarco, el famoso escritor griego del siglo uno y sacerdote de Apolo en Delfos, sostenía que “la desproporción entre los ricos y los pobres es la más antigua y la más irremediable dolencia de todas las repúblicas”.

Sobre esto no debe haber muchas dudas. Sin embargo, parece un asunto relevante que la capacidad de crear más riqueza, junto al discurso librecambista y democrático se siga acompañando de la pobreza y la desigualdad social, y que en muchos casos éstas sean crecientes.

Medir la pobreza y la desigualdad es un asunto cargado de contenido político y pone en entredicho muchas de las políticas públicas que se aplican hoy de manera muy generalizada.

El Banco Mundial propuso en su Informe Anual sobre el Desarrollo de 1990 una aproximación a la pobreza, que consistía en medir aquellos que vivían con menos de un dólar al día. La misma escala de medición ya mostraba la precariedad existente e indicaba los enormes niveles de desigualdad que hay al interior de las sociedades y entre ellas. En todo caso, esa fue una base para proponer el programa para reducir la pobreza a la mitad para 2015. Todo indica que tales propósitos quedarán muy cortos en su alcance.

El banco ha revisado sus cifras de pobreza (puede verse una nota publicada por la revista The Economist, el 28 de agosto pasado). El ejercicio depende, como todos los de este tipo, de la base de medición que se toma y que tiene que ver con la canasta de bienes de consumo y sus precios, con las que se compara la capacidad de gasto de las personas.

El caso es que se han revisado las cifras de los pobres en 15 países en los que se pudo hacer la cuantificación correspondiente y, según esa institución, hoy son pobres quienes no alcanzan un consumo básico equivalente a 1.25 dólares diarios. De tal manera que con las cifras de 2005 estiman que en esos países había 879 millones de pobres según el estándar de un dólar diario, pero subía a un millón 399 mil con el nivel de 1.25 dólares por día.

Las líneas de pobreza, cualquiera sea su patrón de referencia, tienen una esencia casi mítica: es pobre quien tiene para gastar uno o 1.25 dólares diario, pero en realidad no hay diferencia significativa con quienes rebasan ese nivel incluso en un porcentaje que puede ser relevante.

Esos resultados pueden dejar contentos a más de un presidente de algunos países o a sus secretarios de desarrollo social, pero son bastante inútiles. El hecho de que se pueda decir que la pobreza disminuya incluso en esos términos o de que crezca el ingreso por habitante –el promedio–, o bien, la mediana del ingreso –el valor que está a la mitad de una serie– que recibe la población, es compatible con un aumento de la desigualdad.

En México, por ejemplo, además de tener mediciones a partir de establecer la línea de pobreza, con las limitaciones que esto tiene, se cuenta con datos sobre la distribución del ingreso que se genera. Así, sabemos que 10 por ciento de los hogares, o sea, alrededor de 2.6 millones de ellos o 10.6 millones de personas, concentran una tercera parte del ingreso total. Si tuviéramos la medición por cada uno por ciento de los hogares, dicha concentración será mucho más elevada. En el otro extremo, 10 por ciento de los hogares más pobres concentra apenas 1.5 por ciento del ingreso total.

La desigualdad económica y social es incompatible con las recetas de política que se quieren aplicar para alentar el crecimiento de la producción y del empleo. Así, basar el aumento de la inversión en el ahorro no es factible cuando la mayor parte de la población incurre en un ahorro negativo, como puede desprenderse de los datos del endeudamiento en tarjetas de crédito, compra de autos e hipotecas, mientras otra parte, la mayoría, no tiene ingresos suficientes para cumplir con la ecuación que indica que el remanente del ingreso menos el consumo es lo que se ahorra, y menos aún cuando aumenta la inflación.

El arreglo institucional en el sistema bancario va también en contra de ese objetivo; ni los instrumentos que ofrece ni sus prácticas de servicio, como ocurre con los enormes márgenes de intermediación (la diferencia entre lo que pagan por captar el dinero del público y lo que cobran por prestarlo) o las brutales comisiones que cargan por todo, no constituyen elementos de aliento económico; en cambio son sumamente rentables para esas empresas.

Visto desde una perspectiva eminentemente económica, tal y como se formulan las teorías y se aplican las medida de gestión pública, la desigualdad es un factor de ineficiencia muy grande.