Reformas y realidades
Al iniciar ayer el primer periodo ordinario de sesiones del tercer año de la 60 Legislatura federal, el Presidente envió por escrito su segundo informe de gobierno, que abarca 18 meses de su mandato. Las cámaras del Congreso analizarán el documento y podrán sus miembros, mediante preguntas parlamentarias, formular cuestionamientos y posiciones sobre lo informado, requerir información adicional o solicitar información sobre rubros no cubiertos. Todo este proceso debidamente por escrito. Vendrá después una glosa pormenorizada en la tribuna parlamentaria, y si se requiere, la citatoria a secretarios y funcionarios.
Con la fórmula anterior —que contiene la más reciente reforma al artículo 69 de la Constitución— se pone fin a la ceremonia de lectura del informe que, bajo la ficción de la división de poderes que durante décadas se mantuvo en nuestro país, hizo de ese acto “el día del presidente”. Se sepulta esa parafernalia de adulación y sometimiento indigno del Poder Legislativo al titular del Ejecutivo.
¿Y qué nace con la nueva fórmula? Sería de esperar que naciera un auténtico proceso de rendición de cuentas en el intercambio formal que supone un estudio minucioso del informe, una ruta de investigación que coteje y compare cifras, citas, estadísticas. Un ejercicio que pudiera obligar a realizar un alto en el camino, la ocasión para corregir o reorientar estrategias o políticas públicas. Sería muy útil para el país, que el intercambio epistolar obligara a todos a conducirse con la verdad. Existen muchos mexicanos que simple y sencillamente se conforman con eso: con que los representantes populares y sus autoridades se conduzcan con honradez en el uso de la palabra.
La abultada certidumbre de éxito en el lenguaje presidencial, su inatacable veredicto de que la ruta es la correcta, el “vamos bien” que se repite en coro por sus más cercanos, debiera ser atemperado por un análisis constructivo y un estudio riguroso del informe, con el ánimo de que México no pierda más oportunidades; qué importante que hubiera realmente un balance entre reformas y realidades, entre promesas y hechos, un comparativo de los parámetros que definen al estado de derecho, que hacen a una democracia eficaz y completa, a una economía productiva y fuerte.
Por supuesto, no sirve para este propósito la estridencia opositora, el lenguaje de pandilla, la descalificación general, sin resquicio para valorar logros indiscutibles en donde se reconozca el esfuerzo colectivo. ¿Quién puede realmente dialogar cuando el lenguaje es de fuerza o las preguntas son insultos? Ojalá que viniera un auténtico debate sobre el estado real que guarda la nación. El problema es que eso se ve muy lejos con la conformación actual de las cámaras y de la administración federal, encerrada esa relación en la revancha permanente, por un lado, y la autocomplacencia y el resguardo de la imagen por el otro.
Profesor de la FCPyS de la UNAM