Idealmente se piensa que toda modificación del texto constitucional viene a ser una suerte de “perfeccionamiento”, una adaptación a necesidades nuevas, inexistentes en el momento de su redacción original. Pero hay de cambios a cambios. Que en el pasado algunos de éstos se hayan realizado sin consideración alguna hacia la coherencia interna de la Carta Magna (o en apego a la sintaxis), sea por capricho de los gobernantes o para favorecer y consolidar una determinada correlación de fuerzas entre los distintos grupos que forman la nación, no debería abrir las compuertas a las ocurrencias supuestamente modernizadoras que sólo ven en el texto mera “confusión”, anacronismo, trabas, teología jurídica o quimeras nacionalistas. Nada se opone a modificar la Constitución, pero existe un camino establecido que debe respetarse.
No hace mucho, observamos con estupor cómo un presidente tan descuidado e ignorante como Vicente Fox planteaba la urgencia de elaborar una Constitución completamente nuevecita para el México que según él nacía de la alternancia. Desde el flanco opuesto también suelen escucharse voces favorables a un proceso constituyente, capaz de remodelar el orden vigente y establecer las bases del futuro, esto es, para culminar la transición iniciada hace ya varias décadas. En ambos casos, cualquiera que sea la opinión que les merezca la carta constitucional vigente a los partidarios de una y otra opción, es obvio que se piensa en ella como un pacto político, como acertadamente la definió Arnaldo Córdova en su clara comparecencia en el Senado de la República. Claro que hay algunos vanguardistas locales para los cuales el único ejemplo digno de tomarse en cuenta es el que proviene de la Constitución estadunidense y sus leyes, aunque la realidad se obstine en contradecirlos.
Por eso valoro el comentario de don Juventino Castro y Castro publicado ayer en este diario, insistiendo en la premisa mayor de que el texto constitucional es el fundamento de la identidad nacional, tema cuya sola mención saca ronchas en ciertos círculos.Y cita para acreditar su aserto los artículos constitucionales donde, a su modo de ver, cristaliza dicho pacto “identitario”. En primer lugar, el artículo 2, que reconoce la pluralidad étnica y cultural de la nación y el papel que en ella cabe a los pueblos indígenas; el artículo 3, que norma los principios de la educación, asunto clave si los hay, pues en él se establece que “la educación será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”; el artículo 12, que desconoce los “títulos de nobleza, ni prerrogativas y honores hereditarios, ni se dará efecto alguno a los otorgados por cualquier otro país”. El 89 precisa las facultades y las obligaciones del presidente, pues en la fracción X le ordena dirigir la política exterior, cumplimentando los siguientes principios normativos mexicanos: “La autodeterminación de los pueblos, la no intervención, la solución pacífica de controversias, la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, la igualdad jurídica de los estados, la cooperación internacional para el desarrollo y la lucha por la paz y la seguridad internacionales”.
Pero el artículo constitucional que mayores críticas e incomprensiones recibe es, justamente, el 27, el cual, sin confusión posible, establece que: “La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular, en beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación…” El mismo que en su párrafo cuarto precisa: “Corresponde a la nación el dominio directo de todos los recursos naturales de la plataforma continental y los zócalos submarinos de las islas… el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos…” Finalmente, Castro y Castro cita el 28 constitucional, donde se afirma: “No constituirán monopolios las funciones que el Estado ejerza de manera exclusiva en las siguientes áreas estratégicas: (...) petróleo y los demás hidrocarburos, petroquímica básica…”
No es descabellado suponer que el objetivo final de la ofensiva contra el tabú petrolero sea, justamente, desnaturalizar el sentido de este artículo, al que sus críticos confieren, en efecto, la mayor trascendencia, pues sobre él descansa una forma de entender la propiedad privada siempre a través de la óptica del “interés público”. Esa es la cuestión decisiva, pues lejos de ser expresión de la simple continuidad del viejo derecho colonial español, tales conceptos constituyen uno de los pilares del reformismo revolucionario mexicano, al que tan vehementemente se opusieron ayer y se oponen hoy los panistas (un eco del lenguaje rudo de la derecha se puede leer en las alocuciones y escritos del líder blanquiazul, don Germán Martínez). Si el gobierno no se lanzó a reformar el 27, como le piden sus valedores, no es por respeto al texto sino por temor a las consecuencias. Antes tendrían que probar que el pacto fundacional que lo hizo posible se ha extinguido y ya no se requiere en el mundo globalizado de hoy. Pero eso está por verse.
PD. Los diputados y políticos se harían un favor –y nos lo harían a todos– si leyeran los argumentos de Rafael Galván y los electricistas democráticos en favor de una industria energética –electricidad, petróleo, nuclear– nacionalizada. Se vería cuánto hemos retrocedido, que también ocurre.