Los estigmas que acarrean las múltiples y variadas privatizaciones de empresas, o de los servicios sociales que antes estaban a cargo del sector público, se han arraigado en la conciencia colectiva de la mayoría de los ciudadanos. El fenómeno de rechazo no ha sido gratuito ni, tampoco, inesperado. Se fue labrando con inusitada constancia por las desbocadas ambiciones de los participantes en esas decisiones, muy en boga durante la década de los 90. La retórica empleada para azuzar la conveniencia de las privatizaciones fue estructurada de acuerdo con los cánones de las empresas trasnacionales, divulgados por las corredurías y medios financieros en general. Recibieron, también, fuertes apoyos tanto de los grupos de presión internos como por parte de agencias multilaterales. Organismos éstos, bien se sabe, que responden y difunden las crudas pretensiones de los negocios masivos o de sendos núcleos estratégicos de poder hegemónico mundial.
A las privatizaciones se les achaca, además del tráfico de influencias para conseguir privilegios indebidos, una visión reduccionista. Revelan, a las claras, una acendrada actitud compulsiva de funcionarios y políticos para entregar empresas y recursos al capital externo. En otras ocasiones se les acusa de amarrar intereses individuales de los que participaron en ellas y de fomentar generalizada corrupción, ofensiva para la ética colectiva. Al final, dichas experiencias terminan por ser disolventes perversos para la vida organizada de la sociedad que corroen la confianza en casi todas las instituciones. Desgraciadamente, los procesos privatizadores, llamados reformas estructurales (o de segunda y hasta tercera generación), escaparon a la debida vigilancia de segmentos sociales que bien pudieron resistir los cambios autoritarios que, por cierto, han causado numerosos males a la mayoría de la población.
Están tan arraigados los estigmas de las privatizaciones que, en este nuevo intento por parte de Calderón, presidente del oficialismo, lo obliga a embarcarse en múltiples falsedades y exageraciones flagrantes en los beneficios que el proceso provocaría. El gobierno y sus aliados han desatado sendas campañas mediáticas reforzadoras de una realidad inexistente y que descubre su fondo de intenciones malsanas: la entrega, esta vez, de la industria petrolera nacional a los grandes intereses de dentro, pero sobre todo a los de fuera del país.
Hay, por tanto, necesidad, en estas horas cruciales para el desarrollo nacional, de recordar algunos de los procesos privatizadores que se han dado en épocas recientes. En todos se difundieron razones y promesas similares, todas truncas. Ya fuera en las inversiones prometidas, desbocadas en sus beneficios o, finalmente, como causales directas de las desigualdades económicas entre los mexicanos (recuérdese, en este punto, a Telmex). Los bancos, por ejemplo, fueron puestos en manos de irresponsables que los llevaron a la insolvencia, pero cuyos accionistas salieron, todos ellos, (aún los encarcelados), enriquecidos hasta la insensatez. Después de rescatar los bancos más grandes (Fobaproa), se vendieron, sin pagar impuestos, a consorcios estadunidenses, canadienses, ingleses o españoles. En muy poco han contribuido a lo que se prometió: nueva tecnología, financiamiento del desarrollo y crédito barato al consumidor o las empresas. Otro caso fueron las acererías, industrias vitales y de gran importancia en la historia de los materiales básicos. Altos Hornos, una de ellas, pasa, casi regalada, a manos de plutócratas mexicanos de muy cuestionada reputación, entre ellos la misma ex esposa de Carlos Salinas. Las Truchas, después de un breve interinato, terminó en poder de un empresario indio. La ruta de las aerolíneas, carreteras o los ingenios, varias veces rescatados y vueltos a entregar a empresarios afines a los distintos regímenes en turno. Revista similar puede hacerse con los ferrocarriles, o la intermediación agroalimentaria,
Quizá la más importante privatización, por el monto de los recursos en juego y su impacto en la vida cotidiana de los ciudadanos, sea la entrega a los grupos financieros, que se ha hecho de la seguridad social de los trabajadores. Porción sustantiva de la cual ha quedado entre los agentes del exterior. Sin el menor prurito, se pretende continuar, sin dejo de paciencia, con los empleados de las grandes empresas estatales, con las universidades y gobiernos de estados y municipios. El bonche completo. Una inmensa masa de recursos en manos llenas de avaricia que, primero que todo, se han retribuido ellos mismos con abusiva largueza. A los ahorradores, poco les quedará de este saqueo. Sus ahorros han terminado engordando las utilidades de los bancos que, no está de más repetirlo, son controlados por, y al servicio de, sus matrices extranjeras.
Por ésta y otras razones valederas, el gobierno se aleja y encubre sus verdaderas pretensiones privatizadoras de la industria petrolera. El punto neurálgico del debate actual se centra en considerar el término explotación como sinónimo de extracción de crudo y nada más. Los abogados locales en favor de la versión oficial, siguiendo las líneas de razonamiento legaloide de los despachos estadunidenses y demás asesores del Banco Mundial o del FMI que descubrieron estos atajos desde los años 90, repiten sin real convencimiento tales alegatos. Para ellos no existe industria petrolera en la Constitución, sólo partes aisladas (no estratégicas) que bien pueden ser entregadas, sin penas de ilegalidad, al capital, en especial al internacional. Es este intento, como dijeron algunos de los ponentes en el debate (Carrancá y Ramírez), abrir una puerta que después no se podrá cerrar para mal de la soberanía e independencia de México. Pero a ellos eso poco les importa; lo útil son los contratos que por ahí se conseguirán para trasladarlos, como los bancos o las acererías, a los de fuera que tanto los han ambicionado desde que fueron expropiadas las originales empresas petroleras.