Desde la Segunda Guerra Mundial, México atrajo la atención del mundo por sus elevadas tasas de crecimiento agropecuario: con una expansión media de 5% anual entre 1941 y 1965, se le consideró paradigma entre las naciones del tercer mundo. El llamado “milagro agrícola mexicano” significó una pródiga fuente de divisas que financiaron la importación de bienes de capital para la industria (más de la mitad de nuestras exportaciones de mercancías provinieron entonces del sector agropecuario), satisfizo la creciente demanda interna de alimentos y proveyó las materias primas agrícolas demandadas por una industria que crecía aceleradamente.
¿Por qué perdimos ese desempeño ejemplar? O para decirlo con la célebre frase de Mario Vargas Llosa: ¿en qué momento se jodió el campo?
El “milagro agrícola” se había producido como resultado de una consistente política agrícola, que comprendió los típicos instrumentos de fomento (aplicados en Estados Unidos y en otros países con agriculturas exitosas): construcción de infraestructura, investigación y extensionismo, crédito y seguro, subsidios a insumos y —como diamante de la corona— un sistema de precios de garantía o soporte que otorgó certidumbre a la rentabilidad de la producción agrícola.
A mediados de los años 60 esta política sufrió una metamorfosis. El sistema de precios de garantía dejó de utilizarse como instrumento para incentivar la producción y pasó a utilizarse como ancla antiinflacionaria: los precios nominales fueron congelados, provocándose la caída de los ingresos reales y de la rentabilidad agrícola. Además, se desaceleraron la inversión y el gasto promocional del desarrollo rural. Resultado: el crecimiento agropecuario se redujo a 2% anual durante el periodo 1966-1976.
Pero el campo volvió a levantarse. Con el relanzamiento de la política agrícola a mediados de los 70 —y con mayor fuerza bajo el Sistema Alimentario Mexicano (1978-1981)—, los precios de garantía volvieron a ser redituables y crecieron los recursos públicos destinados al fomento rural. El campo respondió: el crecimiento agropecuario alcanzó 4.9% anual entre 1977 y 1981.
Después el campo mexicano fue convertido en un enorme laboratorio de experimentación neoliberal. Los programas de “reforma estructural” —aplicados desde el gobierno de Miguel de la Madrid hasta el presente— significaron: 1) la severa reducción de la participación del Estado en la promoción del desarrollo económico sectorial (no sólo cayeron dramáticamente la inversión y el gasto agropecuarios, sino que se suprimió el sistema de precios de garantía); 2) la apertura comercial unilateral y abrupta, realizada durante los años 80 y amarrada en el TLCAN.
Desde entonces, el campo no ha vuelto a levantar cabeza. El crecimiento agropecuario apenas alcanzó una tasa media de 1.5% anual en el periodo 1983-2007, inferior al crecimiento demográfico; y las importaciones agroalimentarias brincaron de mil 790 millones de dólares en 1982, a 15 mil 984.5 mdd en 2006; alcanzaron los 19 mil 325.3 mdd en 2007 y superarán los 25 mil mdd en 2008. El destino nos alcanzó. El futuro dirá si México ha aprendido la lección.
En general, la historia de las economías más exitosas que cuentan con una agricultura fuerte muestra dos grandes momentos en la interrelación campo-ciudad: en una primera fase, el sector agropecuario contribuye al financiamiento del desarrollo industrial y a la acumu-lación de capital urbano; en una segunda etapa, las actividades no agrícolas devuelven al campo los servicios que éste prestó al desarrollo general, efectuando transferencias netas de recursos en favor de la acumulación de capital agrícola y de la tecnificación de las granjas.
En México hemos cumplido puntualmente la primera gran fase de esta interrelación campo-ciudad, pero no hemos dado pasos hacia la segunda. Hoy es tiempo de devolver al campo los servicios que antaño prestó al desarrollo nacional. Al hacerlo, no sólo estaremos obrando con un sentido histórico de justicia, sino también con una actitud visionaria del interés nacional.
Apoyar a la agricultura ahora costará sin duda a la sociedad recursos del presente, pero los resultados del fomento agropecuario se disfrutarán en forma de equilibrio de las cuentas externas, de armonía en el patrón de desarrollo económico, de seguridad alimentaria y de cohesión social.
Investigador del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM