En el periódico Reforma del sábado 24 aparece un artículo de Jaime Sánchez Susarrey, a quien no tengo el gusto de conocer –aunque él sí muestra el disgusto de conocer de mí–, que denomina: “Barbaridades…” aunque en el texto aclara que el título completo es: “Barbaridades, mitos y falsedades”, y en el cual, inusitadamente para mí, se refiere a algunas afirmaciones que hice durante mi asistencia al Senado de la República para expresar conceptos (todos de muy buena fe) sobre lo que se ha dado en llamar la “reforma energética”.
De inicio dice una verdad e incurre en una confusión. La verdad es que sí soy un anciano (estoy próximo a cumplir los 90 años), pero invierte el articulista sus apreciaciones sobre mis ubicaciones. Sí soy juarista (me confieso profundamente juarista), pero no jurista, ya que este término lo reservo para especialistas en derecho con una alta calidad de excelencia, de la cual carezco infortunadamente.
¡Ah! No soy asesor de don Andrés Manuel López Obrador. Lo fui, por gentil invitación que me hizo durante la campaña presidencial. Tengo mucho tiempo de no hablar con él. Lo extraño. No pertenezco a partido alguno; creo que los partidos políticos –tal como actualmente están estructurados en México– limitan al ciudadano al imponerles únicos candidatos a votar. Mi ponencia ante el Senado es mía. Bastaría con comprobar los innumerables errores que contiene.
La razón del título (y de su complemento), según su autor, es porque aprecia don Jaime que en mi intervención en el texto manifesté una barbaridad cuando dije que nuestra Constitución Política, además de ser Ley Suprema, contiene las bases de nuestra identidad. Copio a don Jaime textualmente: “Señalaré, primero la barbaridad. Ninguna Constitución de ninguna república democrática (o no) puede ser la base y el sustento de la identidad nacional. Los órdenes jurídicos sirven para ordenar (bien o mal) la vida política, económica y social de un pueblo, pero no otorgan ni mucho menos imponen una identidad cultural o nacional. Mientras las constituciones van y vienen, los pueblos y las naciones permanecen. Si no fuera así, el colapso de la Unión Soviética se habría traducido en la desaparición de Rusia. Y más cerca de nosotros, la predecible caída del régimen castrista anunciaría el fin de la identidad cubana.”
Lo dije, y ahora lo ratifico y lo razono. La cultura de las naciones se plasma debido a la existencia de una especificidad colectiva que identifica a los componentes de esas naciones y une a sus pueblos dentro de una patria común, distinta de otras patrias, porque éstas son el producto de sus propias culturas. La nuestra no es ni indígena ni española, sino la que hemos conformado a través de la lucha por nuestras mejores causas y los idearios que adoptamos dentro de ellas.
A su vez esos idearios se redactan en pactos. El discurso nacional se incorpora a él como constancia de los principios esenciales de la nación.
Ejemplifico: dice el segundo párrafo del artículo 2°: “La nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos, indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual al iniciarse la colonización…”
El artículo 3° (en su segundo párrafo) dice textualmente que: “La educación que imparta el Estado tenderá a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en él, a la vez, el amor a la Patria y a la conciencia de la solidaridad internacional, en la independencia y en la justicia”.
En la fracción I que “la educación será laica y, por tanto, se mantendrá por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”.
En el inciso a) de la fracción VI (no hemos salido aún del artículo 3° constitucional) se ordena que la educación primaria, secundaria y normal de las escuelas particulares deben “impartir la educación con apego a los mismos fines y criterios que establecen el segundo párrafo y la fracción II”. Principios que ya transcribí.
Sigo con el artículo 3°. Su fracción VI ordena que las universidades y las demás instituciones de educación superior “realizarán sus fines de educar, investigar y difundir la cultura de acuerdo con los principios de este artículo (el tan mencionado 3°), respetando la libertad de cátedra e investigación y el libre examen y discusión de las ideas…”
En el artículo 12 que “en los Estados Unidos Mexicanos no se concederán títulos de nobleza, ni prerrogativas y honores hereditarios, ni se dará efecto alguno a los otorgados por cualquier otro país.”
En el 15 que no se autorizan tratados para “la extradición de reos políticos ni para la de aquellos delincuentes… que hayan tenido en el país en donde cometieron el delito la condición de esclavos…”
El 26, en su apartado A, que “el Estado originará un sistema de planeación democrática del desarrollo nacional que imprima solidez, dinamismo, permanencia y equidad al crecimiento de la economía para la independencia y la democratización política, social y cultural de la Nación.”
El 89 precisa las facultades y las obligaciones del presidente. En la fracción X le ordena dirigir la política exterior, cumplimentando los siguientes principios normativos mexicanos: “La autodeterminación de los pueblos, la no intervención, la solución pacífica de controversias, la prescripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, la igualdad jurídica de los Estados, la cooperación internacional para el desarrollo y la lucha por la paz y la seguridad internacionales”.
Son algunos de los tantos principios mexicanos que nos distinguen y nos integran como una identidad nacional dentro del concierto internacional.
Pero llamo especialmente la atención de lo que dispone el artículo 27, en su párrafo tercero, que usted considera confuso en su totalidad. Se lo transcribo como respetuosa cortesía para usted:
“La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular, en beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación…”
Y en su párrafo cuarto: “Corresponde a la nación el dominio directo de todos los recursos naturales de la plataforma continental y los zócalos submarinos de las islas… el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos…”
El 28 lo complementa con rotundez: “No constituirán monopolios las funciones que el Estado ejerza de manera exclusiva en las siguientes áreas estratégicas: (...) petróleo y los demás hidrocarburos, petroquímica básica…”
Advierta, don Jaime, que creo no haber incurrido en el barbárico atrevimiento de interpretar en cualquier forma el texto constitucional bajo el uso de falsedades, de traducir míticamente, o de evaluar falsamente los claros mandatos que la Constitución ordena a los nacionales e impone a los extranjeros como signo distintivo de la especial identidad mexicana.
Con el mayor de los respetos, le confirmo: ¡La Constitución mexicana identifica obligadamente a los mexicanos!