Inseguridad: consideraciones necesarias
Ante la desbordada inseguridad que afecta al conjunto de la población de México, resultan contraproducentes los reiterados discursos oficiales que refieren avances y logros imaginarios en la batalla del poder público contra la criminalidad organizada. En buena medida, y desde la experiencia de las víctimas directas y de sus familiares, y de los habitantes de las regiones en las que impera la delincuencia, el Estado perdió ya esa batalla y actualmente tiene más sentido hablar de la reconstrucción de la seguridad y del estado de derecho que de su consolidación o fortalecimiento. Esa y otras premisas de básico realismo resultan fundamentales si en verdad se pretende hacer frente a las mafias del narcotráfico, el secuestro, el tráfico de personas, el asalto y el robo de vehículos, que son las actividades delictivas que agravian de manera más directa a la ciudadanía.
El Consejo Nacional de Seguridad, que se reúne hoy en una sesión que bien puede considerarse de emergencia, aunque oficialmente no lo sea, tendría que considerar, asimismo, que la violencia, el desgobierno y el desasosiego que generan los cárteles de la droga, las organizaciones de secuestradores y las bandas dedicadas a los delitos contra la propiedad tienen como condición de existencia, caldo de cultivo y telón de fondo la ilegalidad histórica en la que operan segmentos enteros del aparato estatal en sus tres niveles y sus distintos poderes, ilegalidad que se asocia con la sustracción sistemática de bienes públicos –los robos de gasolina en gran escala son un ejemplo–, los desvíos de recursos, la extorsión a los ciudadanos, las concesiones fraudulentas de contratos de obra pública, el contrabando, el lavado de dinero y la exasperante impunidad con la que se cometen la mayor parte de las violaciones a los derechos humanos. Esos actos ilícitos, al igual que los que se realizan en el ámbito de las grandes empresas privadas –van desde defraudación a los consumidores hasta evasión de impuestos– o en el espacio del charrismo sindical –heredado del pasado y asumido como aliado político por la actual administración–, son, por sí mismos, mucho menos violentos y más discretos que el narcotráfico, el secuestro y el asalto, pero incapacitan moral y funcionalmente al poder público para emprender una lucha creíble contra la criminalidad más visible.
A ello debe sumarse el hecho de que ésta debe buena parte de su margen de acción, su impunidad y su poder de fuego a sus articulaciones con los estratos bajos, medios y altos de la administración pública. No son datos nuevos la pertenencia de buena parte de los secuestradores a las corporaciones policiales federales, estatales o municipales, ni la compra de tolerancias oficiales por los cárteles para realizar sus actividades ilícitas sin obstáculos, ni el papel de las fuerzas armadas como entrenadoras involuntarias de individuos que acaban operando en cuerpos paramilitares al servicio de los narcotraficantes.
Por otro lado, si se parte de una visión más general e integradora que la que impera, la actual ofensiva de la delincuencia no debería desvincularse de la catástrofe social generada por el modelo económico en vigor, el cual empuja a millones de personas a la economía informal, en el mejor de los casos, pero también a la emigración o a la integración en organizaciones criminales. Si el gobierno federal no reorienta sus prioridades económicas, si no abandona el designio de satisfacer los apetitos –insaciables, por lo demás– de los capitales financieros nacionales y mundiales, y si no empieza a combatir las escandalosas carencias de empleo, vivienda, salud, educación y servicios que padece la mayoría de la población, de poco servirán las restructuraciones de los cuerpos de policía, las medidas pomposas en materia de coordinación e inteligencia ni la reasignación de nuevas tareas policiales a las instituciones castrenses, a las que ya se pretende poner a la cabeza de la lucha contra los secuestros.
Por lo demás, las propuestas de ampliar los castigos legales para ciertos delitos –lo más deplorable es la idea, tan bárbara como demagógica, de restablecer la pena de muerte en el país– resultan meras simulaciones en un entorno institucional en el que, antes que nuevas leyes, se requiere de voluntad política y de ética de gobierno para cumplir a plenitud las ya existentes, empezando por diversos preceptos constitucionales que, hoy por hoy, son letra muerta.