Las últimas semanas parecen probar que la fibra más sensible de la sociedad mexicana se llama Pemex. Muy pocos ciudadanos parecen dispuestos a creer que la propuesta gubernamental no lleva en su centro alguna(s) forma(s) de privatización y/o que la secuela operativa, bajo los términos de esa propuesta, no desemboque en lo que hoy es sospecha.
Ello ocurre en el contexto de la experiencia que la sociedad tiene respecto a las privatizaciones que comenzaron con Miguel De la Madrid, se aceleraron con Carlos Salinas y Zedillo, y continuaron con Fox. Si es cierto que la pobreza extrema disminuyó unos puntitos en los últimos años, la proporción es tan insignificante que, para todo efecto práctico, no ha ocurrido nada ni con la pobreza, menos aún con la inmensa desigualdad. Es decir, las privatizaciones no sólo no resolvieron socialmente nada, sino que son percibidas como pérdidas contrarias a las mayorías. Los casos sobran, pero los más obvios son Telmex, empresa a la que deben los usuarios pagar precios muy por encima de los precios internacionales, y la banca, que vive del presupuesto de la nación –secuela del Fobaproa– y no ha servido como palanca del desarrollo productivo.
Si bajo cualquier circunstancia la sociedad habría dicho no a cualquier forma de privatización de Pemex, en la circunstancia de las experiencias vividas en los sexenios recientes, ése no puede convertirse en un grito de guerra.
No debe perderse de vista, de otra parte, la tendencia en una serie creciente de países que, bajo la experiencia hasta ahora andada por la globalización neoliberal, han ido cambiando de rumbo buscando asegurar la soberanía y el control nacional sobre recursos que han considerado, por razones nacionales, especialmente estratégicos.
Ahí está el Congreso de Estados Unidos, que se opuso a que fuera vendida la Union Oil Company de California (Unocal) a una compañía petrolera china. Fundada en el siglo XIX, esta empresa es una sociedad hoy extinta porque sintomáticamente se fusionó en agosto de 2005 con la también estadunidense Chevron Corporation.
Francia está en contra de vender la siderúrgica Arcelor a una empresa india; el gobierno español lo está a la venta de la línea aérea Iberia y más recientemente el gobierno italiano estuvo bloqueando la venta de un banco de esa nacionalidad.
Diversos países no desarrollados siguen tendencias similares (en América Latina, por ejemplo), y aun tenemos experiencias como las limitaciones que Estados Unidos impone a Televisa y Telmex para operar en su territorio. El gobierno mexicano no puede ser ajeno a estas nuevas tendencias estratégicas, en el contexto de los cambios en los bloques que integran la economía globalizada.
Se diría que las tesis centrales de la propuesta oficial son: no tenemos la tecnología necesaria para la reforma y el desarrollo de Pemex, y ésta sólo podemos obtenerla por la vía de la asociación o de alianzas “estratégicas”; Pemex carece de capacidad de gestión de proyectos (!!!); sólo podemos alcanzar mayores reservas probadas en aguas profundas; ¡Pemex no tiene recursos suficientes!; la mejor manera de transportar el producto es por ductos (parece ser que empresas extranjeras podrían hacer esto mejor que Pemex); empresas extranjeras podrían construir y operar mejor que Pemex una refinería.
Una exploración somera en la Internet permite encontrar tesis distintas y seguramente muchos expertos no coinciden con los argumentos centrales de la propuesta del gobierno. En un coloquio realizado el año pasado en México sobre el tema de la exploración y extracción en aguas profundas, el director de General Electric dijo que la tecnología para aguas profundas estaba disponible en el mercado, pero además técnicos mexicanos ya han perforado cuatro pozos con “tirantes de agua” de mil metros de profundidad.
En 2004 Pemex obtuvo 45 mil millones de dólares de utilidades antes de impuestos y se ubicó en el segundo lugar mundial después de Exxon Mobil. En 2006 sus utilidades fueron de 57 mil millones de dólares, y mantuvo ese lugar en el ranking mundial.
El asunto, dígase una vez más, se relaciona con el sistema impositivo.
Los militares en Brasil llevaron la carga fiscal de ese país a 30 por ciento del producto. Cardoso la elevó otros 2 puntos porcentuales, y Lula, dos más, de modo que ahora la carga fiscal en Brasil es de 34 puntos del producto. Chile tiene un peso fiscal similar, y quien lo llevó a cabo, en lo fundamental, fue Pinochet.
La democracia mexicana, en cambio, está “estructuralmente” impedida de rebasar 12 o 13 por ciento del producto, de modo que ha debido esquilmar históricamente a Pemex para financiar gasto corriente, pagar deudas y saldar compromisos de sello corrupto, malgastar, en fin, derrochar millones que no han servido al desarrollo.
Llévese a cabo de una buena vez la reforma fiscal necesaria, déjese a Pemex que se recapitalice, cómprese la tecnología que fuere necesaria y háganse alianzas estratégicas cuando sea absolutamente transparente que una asociación dada traerá en consecuencia tangibles ventajas al desarrollo económico de México, cuestión que no debiera requerir ninguna reforma constitucional, menos aún de ninguna violación a la misma. Brasil ha venido aumentando su industria petrolera con la más diversificada estrategia internacional que pueda imaginarse. Y lo ha hecho muy bien.
Creo que una amplia y transparente consulta por el Congreso es indispensable, como creo también que un referendo abierto inclinaría la pendiente por la que Pemex viene derrumbándose.