La Jornada, 10 de abril 2008
Calderón anunció en la promoción de su “iniciativa” que Petróleos Brasileños es modelo para Pemex, por lo que conviene revisar ambas experiencias. Los paralelismos se detectan en la sustancial entrevista de Fernando Siqueira, director de la Asociación de Ingenieros de Petrobras (La Jornada, 12/3/08, p. 28). Imitar cuando, como advierte Siqueira, la firma se abrió a empresas extranjeras, “que pronto se hicieron propietarias del crudo”, es un golpe a la Constitución y al pueblo, dueño del recurso. Fueron las reformas del Banco Mundial (BM) aplicadas por el gobierno de Fernando E. Cardoso en 1997, cuando llegó a su punto culminante el esquema para “llevar la empresa a un punto de venta” como sucede en México.
Petrobras, con una intención similar al asalto fiscal que Hacienda ejerce contra Pemex, fue obligada a comprar el crudo “a precios internacionales de 25 dólares por barril y venderlo en el mercado interno a 14 dólares”. ¿Objetivo? Como acá, secar los recursos para invertir y descapitalizar la empresa.
En 1995 Cardoso reprimió la resistencia a la privatización que incluía al sindicato petrolero. Prohibió a los empleados públicos trasladarse a Brasilia para evitar protestas contra sus “iniciativas”, “so pena de despido”. En México el gobierno de Salinas ordenó un asalto policial-militar no contra la corrupción sindical imperante en Pemex, sino para desactivar la resistencia del líder sindical La Quina a la privatización. En Brasil el BM lanzó una ofensiva para deshacerse de “pasivos laborales”. Fue implacable el despido de trabajadores y técnicos. La planta laboral se redujo de 60 mil a 30 mil empleados. Pero en esto Salinas y Zedillo estaban en la vanguardia: en 1989 Pemex tenía 280 mil trabajadores y en 1998 sólo 121 mil. En Imperialismo en México (Debate, 2005) se recuerda que el reajuste de 150 mil plazas en las áreas de perforación, construcción, mantenimiento y servicios generales no acarreó “una mayor eficiencia organizativa, funcional y productiva” como proclamó el BM y el director de entonces, Francisco Rojas, hoy “crítico” de la “iniciativa”, sino todo lo contrario.
Con la apertura formalizada en el TLC de licitaciones del sector público a empresas extranjeras bajo la noción de “trato nacional”, Pemex se inundó de contratistas del exterior porque el TLC derogó requisitos a esas firmas, como la utilización de insumos y servicios nacionales o el empleo de personal mexicano. Pronto nuestros trabajadores y técnicos fueron jubilados y desalojados a favor de sus pares del exterior. En Brasil también.
Aunque la cúpula priísta considere insultante el “diagnóstico” del gobierno sobre Pemex algunos de sus integrantes, como Rojas, cuya dirección en Pemex procedió con el desmembramiento administrativo de la empresa “sugerido” por el BM, ahora ofrecen diseños “alternativos” ajustados a los esquemas del Banco para incentivar el manejo privado del “portafolio de negocios”, por la vía de una no aclarada “autonomía de gestión”. Así ocurrió en Venezuela y Brasil. Cardoso “reconformó” el consejo de administración de Petrobras para incluir consejeros externos brasileños, “representantes de los intereses del sistema financiero internacional”. A partir de ahí, dice Siqueira, “se perdió el control sobre las decisiones y la información estratégica”.
Esa “autonomía” iría acompañada de una burocracia, como en Estados Unidos, auspiciada por las petroleras, “para administrar los hidrocarburos”: una “agencia federal separada de Pemex y encargada”, dice el BM, “de tareas de exploración y producción que negocia y firma los contratos sobre todas las áreas existentes y las que existan en el futuro”. (p. 43)
Coda: en Brasil y en México se despliega a los cuatro vientos un drama edípico que aporrea el inconsciente colectivo: Cardoso hijo rompió el sueño de su padre que proclamó: “o petroleo e nosso”. En México otro hijo desgarra su apellido ante una nación atónita, que resiste el despojo.