El gobierno de Israel anunció ayer el cese del fuego por parte de sus fuerzas armadas, que desde hace 22 días masacran a la población de Gaza. Es claro que la medida busca dar un respiro diplomático a Tel Aviv ante las crecientes muestras mundiales de repudio por la barbarie que ha llevado a cabo en la franja –asesinatos masivos de civiles, destrucción casi incuantificable de infraestructura, cerco de los habitantes para impedirles que abandonen la zona atacada, bombardeos de templos, hospitales, escuelas e inmuebles que ostentan la bandera de las Naciones Unidas–, con lo cual no se detiene la agresión en gran escala iniciada el pasado 27 de diciembre: las tropas agresoras permanecerán desplegadas en Gaza y podrán seguir matando palestinos a discreción y acosando y agraviando a la población civil.
Pero incluso si las fuerzas israelíes evacuaran el territorio ocupado, la agresión persistirá en tanto no sean esclarecidos, sancionados y compensados los crímenes que han venido cometiendo en Gaza en las recientes tres semanas y en tanto el régimen de Tel Aviv siga impidiendo la conformación de un Estado palestino en la totalidad de Cisjordania, en la propia Gaza y en la Jerusalén oriental y no acepte replegarse a las fronteras previas a la guerra expansionista de 1967.
En los 22 días de infierno desencadenados por los gobernantes israelíes sobre Gaza ha quedado claro, por enésima vez, que el poderío militar del Estado israelí puede causar un sufrimiento humano de proporciones monstruosas y una enorme devastación material, pero no puede poner fin al añejo conflicto en Medio Oriente, y que Tel Aviv ni siquiera puede lograr, por la vía del aplastamiento bélico, la seguridad de los habitantes de Israel. Logró evidenciarse a sí mismo ante el mundo, en cambio, como un régimen que recurre al terrorismo, que atropella la legalidad internacional y los principios y valores humanos básicos y que no reconoce más ley que la de la fuerza.
Por su parte, las potencias occidentales han quedado desenmascaradas como cómplices, por participación o por omisión, en el genocidio y el despojo del pueblo palestino y se ha puesto de manifiesto la inutilidad del empeño por desconocer y marginar a sus dirigencias reales de las gestiones diplomáticas.
Es vergonzoso, en efecto, que se haya excluido de los movimientos diplomáticos realizados en el curso de la ofensiva a Hamas, y que Israel, en el colmo de la irrealidad, pretenda firmar acuerdos de cese al fuego no con ese grupo, que ostenta el poder real en Gaza, sino con Condoleezza Rice. Hamas puede ser una fuerza política criticable por su fundamentalismo –no más impresentable, por cierto, que el integrismo sionista de los gobernantes israelíes– pero, guste o no a los gobiernos occidentales, ganó legítimamente el poder en unos comicios transparentes y ejemplares.
Por añadidura, a pesar de los bombardeos, del cerco diplomático y del implacable bloqueo para impedir que llegaran alimentos y combustible a los habitantes de la franja, Hamas consolidó su liderazgo entre los palestinos, y no únicamente los de Gaza; de manera inversamente proporcional, lo que queda de Al Fatah, organización encabezada por Mahmoud Abbas, titular de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), se ha visto reducida, a ojos de muchos árabes de dentro y fuera de los territorios palestinos, a una entelequia colaboracionista, privada de autoridad moral y de credibilidad, y sostenida por Washington y Tel Aviv, con el único propósito de aparentar que se toma en cuenta a los palestinos. Si la ofensiva israelí de los días recientes iba dirigida en el terreno contra Hamas, en el ámbito político ha resultado mucho más devastadora para el grupo que controla a la ANP en Ramallah. Paradojas aparte, el grupo fundamentalista dominante en Gaza se alza, tras los bombardeos, como un interlocutor inevitable; tarde o temprano los gobiernos que le han hecho el vacío –por “terrorista”, aducen, como si Israel no lo fuera, y en una escala mucho mayor– tendrán que reconocerle el estatuto de fuerza beligerante e invitarlo a la mesa de negociaciones.
Finalmente, resulta imperativo que los sectores de buena voluntad que se han manifestado en el mundo para exigir un alto a la masacre y a la agresión no vean en el cese del fuego anunciado por el régimen de Tel Aviv una razón para desmovilizarse; por el contrario, debe seguirse exigiendo que las instancias de justicia internacional llamen a cuentas a los gobernantes y militares israelíes responsables de crímenes de guerra; que Israel ponga fin a sus prácticas genocidas, que saque a sus tropas de Gaza, que compense a las víctimas y a sus familiares, que restituya lo destruido y lo robado, y que permita la conformación de un Estado palestino en la totalidad de Cisjordania, en la Jerusalén oriental y en Gaza.