Las señas de identidad de la crisis son inequívocas hasta para Hacienda, mientras Calderón pierde el tiempo en remembranzas petroleras para contribuir a ahondar el desorden mental que ha acompañado a su gobierno. En todo caso, una o tres refinerías, con dinero privado o público, no nos sacarán del hoyo lodoso en que estamos. En el mejor de los casos, las refinerías “perdidas” en la versión calderoniana podrían contribuir en el futuro a mejorar el balance externo petrolero y a reforzar nuestras capacidades energéticas, pero no a estimular la demanda y el empleo para impedir que la economía caiga en una depresión que nos lleve al pasado sin posibilidades ciertas de retorno al de todas formas oscuro futuro que nos ofrece la convulsión actual.
Las proyecciones son brutales, pero la realidad presente no lo es menos: la economía caerá este año en uno, dos o más por ciento, pero desde un techo de por sí bajo y estancado; el empleo se paralizará o se encogerá, como lo empezó a hacer desde el año pasado; la informalidad explotará sin contar con el aceite de un mínimo crecimiento del consumo popular, y la emigración encarará la rudeza americana. Lo que no está claro es si las autoridades están dispuestas a afrontar la tormenta con nuevas armas conceptuales y de política.
No puede decirse que el no tan célebre “Acuerdo nacional” sea una primera muestra de que hay un giro de esta naturaleza. Ni el monto de gasto anunciado ni las medidas propuestas están a la altura del chaparrón desatado el año pasado; mucho menos parecen diseñadas o pensadas para encarar la furia que viene, que en realidad ya está aquí. No hay propuestas concretas para el campo, la protección de la planta productiva y el empleo existentes, o para el amparo de los más débiles, ni hay señales de que el aparato estatal se mueve para dejar atrás los años de inercia y óxido que lo han inhabilitado para actuar pronto, con oportunidad y una mínima eficiencia para invertir y gastar donde se necesita y donde pueden empezar a crearse nuevas capacidades.
A unos días de terminar enero, no hay sino quejas: no fluye el apoyo a las Pymes, no se desata el gasto en la medida requerida y pescadores y productores rurales no comparten más el (mal) sentido del humor del inefable secretario de Agricultura. Los trabajadores urbanos no pueden celebrar el relativo descenso de la presión inflacionaria porque los precios de la canasta básica, y en especial de los alimentos, crecen por encima de la media mientras los salarios mínimos y probablemente la mayoría de los contractuales lo hacen por debajo de la inflación observada y esperada. Con estas perspectivas no se puede suponer que el acuerdo anunciado y extrañamente apoyado, pero no comprometido por las fuerzas vivas, vaya a desatar una acción firme del Estado y la sociedad contra los impactos más severos de la caída.
La fragilidad del tejido social se hace evidente en la frontera donde cunde el miedo y se impone la violencia criminal que devasta lo que quedaba de esperanza. Ahí, como lo muestra el estrujante reporte de Proceso sobre Ciudad Juárez, sólo hay cabida para el pavor, la huída hacia adentro y, de venir la visa, hacia fuera, para El Paso, donde según The New York Times se registran los más altos índices de seguridad de la Unión Americana. En alto contraste ensangrentado, las asimetrías estructurales que el libre comercio abatiría emergen como el vértice de una realidad descompuesta que hace peligrar al Estado y la mera convivencia.
Éste es hoy el cuadro oscuro de una nación que no puede presumir, como lo hiciera Obama parafraseando a Keynes, de que a pesar de la crisis sus recursos naturales y humanos siguen intactos, a la espera de ser puestos en movimiento por la acción pública. De esto podíamos todavía presumir hace unos años, cuando, por ejemplo, se pudo remontar la recesión de 1995 al calor del auge americano, el inicio del TLCAN y la devaluación que impulsó las exportaciones.
Después de 2000 todo cambió, y Fox y su vicepresidente económico compraron la paz política, amenazada por el federalismo salvaje desatado por el desplome del presidencialismo autoritario, con los excedentes petroleros, abriendo la puerta a una petroadicción cuya cura no será indolora. El desatino se volvió rutina dizque democrática y la inercia burocrática se apoderó de la política económica y social.
Es cierto: no es la redición del muro de los lamentos o del espejo negro lo que podrá inspirar la recuperación económica y social. Pero mirarnos en ellos es condición esencial para no extraviarnos más en pequeñas especulaciones y grandes confusiones, como las que se empeña en cultivar y auspiciar la derecha en el gobierno o la sacristía. Hay que poner la carreta delante del caballo y asumir que sin cambiar ya, pronto, la pauta de desarrollo y la organización del Estado, no queda sino caminar para atrás.
Pero de esto no se habla ni en susurros en los corredores de Palacio. Sólo arrebatos y espejismos de aldea con rezos y rezongos. Forjar otra voz, realmente popular, es el recurso que queda para evitar la estampida y reconstruir la lealtad entre nosotros. Éste es el mandato mayor para la política democrática que será popular o no será.