martes, 20 de enero de 2009

Opinión de Pedro Miguel en La Jornada

Estado fallido

En el último tramo de la mafia estadunidense saliente, diversas voces en Washington han incluido a México en la nómina de “estados fallidos” y lo han comparado, por peligrosidad, con Pakistán, Irak e Irán. Son demasiadas peras, manzanas y lagartijas en una misma categoría: Irán es uno de los estados más perdurables y sólidos del mundo y la “falla” de Irak es haber sido destruido por Washington y sus ayudantes militares. De cualquier forma, el adjetivo escandaliza porque tiene el tono de una condena contra la nacionalidad. Ser parte de un Estado fallido implica no tener futuro en el mundo y devenir apátrida. Otro motivo de alarma es que el veredicto de peligrosidad y la sentencia de inviabilidad suelen ser profecías autocumplidas que preceden al intervencionismo de los bombarderos y las tropas de ocupación, como les ocurrió a Yugoslavia y al propio Irak. Las descalificaciones han generado tanta inquietud que el bocazas de Tony Garza se despidió de su cargo de embajador con un gesto de cortesía y dice que no, que qué barbaridad, que no es para tanto.

Y no lo es. Los gobernantes mexicanos del último tramo han renunciado a ejercer la soberanía, pero lo mismo pasó en Francia durante el régimen de Vichy y no por eso se le llamó Estado fallido. Las instituciones políticas de nuestro país se encuentran corrompidas, desacreditadas y envilecidas por la oligarquía que se impuso con Salinas y que ha seguido perpetuándose en el poder mediante Zedillo, Fox y Calderón, pero otro tanto –si no es que peor– ocurre en Italia en la época presente, ahora que los representantes de la mafia son mayoría en el Palazzo Montecitorio y la delincuencia organizada despacha en el Palazzo Chigi. ¿Pero es Italia un Estado fallido? El manejo económico Salinas-Calderón ha producido una catástrofe social sin precedente, pero ello no implica que México no tenga los recursos necesarios para alimentar, vestir, educar, emplear, dar techo, transporte, cultura y dignidad a sus habitantes; ocurre, en cambio, que los gobiernos neoliberales optaron por concentrar la riqueza nacional en unas cuantas manos y por subsidiar el esplendor económico de Estados Unidos y de Europa mediante diversos mecanismos de transferencia de riqueza: pago de deuda externa, aliento a la inversión foránea especuladora, entrega del sistema bancario nacional a corporaciones gringas, inglesas, españolas.

A pesar del daño inconmensurable que las últimas cuatro presidencias han causado al país, éste sigue funcionando. Entre la crisis económica, a pesar de la violencia desatada por el calderonismo y a contrapelo del saqueo del erario que practica el funcionariato, los mexicanos, en su gran mayoría, se levantan temprano para ir a ganarse la vida en forma honesta, llevan a sus hijos a la escuela, pagan impuestos, no matan, no violan, no torturan y no hacen fraude, y conviven, discuten, festejan y guardan luto en forma civilizada. Las universidades públicas, en medio del acoso de un grupo gobernante que quisiera verlas privatizadas, siguen preparando profesionistas, las ambulancias siguen recogiendo accidentados y las mercerías siguen despachando hilos de colores diversos. Esta base formidable de civilidad, en la que reposa el Estado mexicano, ha impedido, pese a todo, que los desgobiernos de Salinas, Zedillo, Fox y Calderón lleven al país a la subversión, a la desestabilización y al caos completo.

Sobre la peligrosidad: es cierto que la ignorancia, la mala fe y el servilismo del calderonato han hundido al país en una ola de violencia a la que el gobierno llama “guerra”; de serlo, sería una guerra intestina entre cárteles de la droga, pues ahora es imposible saber cuáles de ellos o de sus segmentos ocupan las oficinas de procuración de justicia y de seguridad pública desde las que se “combate al narcotráfico”, pero éste sigue siendo (como siempre) un negocio primordialmente estadunidense; lo inviable no es México, sino la pretensión de combatir una actividad ilícita y hacerlo en alianza subordinada con quienes más la propician y más se benefician de ella. El que la violencia narca amenace con des- bordarse hacia el otro lado del Bravo es, a fin de cuentas, el cumplimiento de la norma enunciada en la novela Doña Bárbara: “las cosas vuelven al lugar de donde salieron”. Fuera de eso, nuestro país no es un peligro para sus vecinos ni para la comunidad internacional, como sí lo son Estados Unidos e Israel, a los cuales nadie les dice “estados fallidos”.

No hay que confundirse: México es mucho más que el narco, la corrupción y la miseria, y Carstens, Calderón y García Luna no son el Estado.