El Consejo General del Instituto Federal Electoral (IFE) decidió ayer, de manera unánime, otorgar a los partidos políticos con registro más de 3 mil 633 millones de pesos en fondos públicos: 2 mil 731 millones para financiamiento, 819 millones para gastos de campaña de cara a las elecciones legislativas de este año y casi 82 millones para gastos específicos de, según se dice, capacitación política, investigaciones socioeconómicas y tareas editoriales. El tope a los gastos de campaña para cada candidato a diputado se fijó en poco más de 812 mil pesos.
Funcionarios de la entidad celebraron que las recientes modificaciones a la legislación electoral hayan permitido reducir los recursos a los partidos en relación con los que recibieron en la elección federal pasada.
Tal vez el presupuesto asignado, con todo y la disminución, podría ser adecuado en un país ubicado en plena normalidad económica, política y administrativa. Pero en el México que es, y en la circunstancia presente, no es moralmente adecuado desvincularlo de su contexto: la crisis económica mundial y nacional, el déficit de legitimidad de las instituciones políticas, electorales y partidistas, y su escandalosa falta de transparencia. Ante todo ello, destinar más de 3 mil 600 millones de pesos a los partidos y sus actividades parece un exceso.
A pesar de los intentos del titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, por minimizar los hechos –ayer mismo se vanaglorió en Davos del minúsculo crecimiento económico registrado el año pasado, en vísperas del grave retroceso del PIB que tiene lugar desde los últimos meses de 2008–, el país se encuentra en recesión, la cual será, de acuerdo con los elementos de juicio disponibles, prolongada y profunda. Eso significa que cientos de miles de personas han perdido o están en la antesala de perder sus medios de subsistencia, sean producto del trabajo asalariado o de la operación de pequeños negocios; que incontables deudores están ya en cartera vencida y que muchos se agregarán a esa situación –en la que se pondrá en juego lo que les quede de patrimonio personal y familiar– en el futuro inmediato; que el país recibirá menos divisas procedentes de las remesas de los trabajadores migrantes, de las exportaciones petroleras, del turismo y de la inversión extranjera, tan sobrevaluada por los actuales gobernantes; que, con las medidas aisladas, desestructuradas e insuficientes anunciadas por el gobierno federal para enfrentar la crisis, habrá menos obra pública, menos servicios y menos acciones de bienestar social.
En esas circunstancias, que cada aspirante a una diputación pueda gastarse en su campaña el equivalente a varias viviendas de interés social, y que la franquicia partidaria de Elba Esther Gordillo vaya a recibir más de 255 millones de pesos de fondos públicos –es decir, del dinero de todos– son datos que retratan a una clase política y a un funcionariato arrogantes, insensibles, frívolos y alejados de las necesidades de la población. Si las instituciones públicas y los partidos políticos aspiran a representar a la sociedad, lo menos que puede exigírseles es que compartan sus sacrificios y que hagan, antes que nadie, lo que desde los promontorios del poder se pide a los ciudadanos de a pie: que se aprieten el cinturón, que eviten gastar en lo no indispensable y que traten de ajustarse a una economía disminuida, a una moneda nacional devaluada, a una planta laboral contraída y a un mercado que se achica día tras día, pese a que la mayoría de esos ciudadanos se encontraban ya, desde antes de que se oficializara la recesión, en una situación de subsistencia.
A ello ha de agregarse que las instituciones electorales del país no han cumplido con su tarea central, que consiste en dar a las naturales diferencias políticas un cauce hacia la conciliación y el consenso. Por el contrario, el pésimo desempeño del propio IFE y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en el proceso sucesorio de 2006 dejó una sociedad fracturada, una Presidencia impugnada y sin credibilidad ni autoridad suficientes, así como un profundo descrédito, ante un tercio del electorado, de los mecanismos electorales de la democracia formal. Es inevitable que muchos ciudadanos concluyan que las oficinas electorales y los partidos políticos gastan en demasía recursos que se requieren con urgencia en otros rubros –la salud, la educación, el abasto alimentario, en primer lugar–, sin que ello se traduzca en un país más democrático.