En algunos diarios nacionales, Carlos Salinas se defiende de la acusación que le hace Manuel Bartlett, de que para ser reconocido presidente tuvo que negociar con el PAN, abrir camino a la derecha con la que desde entonces coincidía ampliamente, como se ha podido corroborar durante su gobierno y en sus posiciones posteriores. En su defensa, aprovecha, listo que es, para reclamar a Martha Anaya, autora del libro que ha dado pie a esta polémica (1988: el año que calló el sistema), que se refiera a las boletas de votación que se escamotearon primero y luego se incineraron, pero que nada diga de las actas de casilla, que están bien guardadas en el Archivo de la Nación.
Como suele decirse, se les acusa de pillos, no de tontos, y de eso él no tiene un pelo; las actas fueron las impugnadas hasta el cansancio en el Colegio Electoral de aquel no tan lejano año y se acreditó plenamente la incongruencia que había entre ellas y lo que debió haber sucedido en las elecciones; las actas pueden cambiarse, falsificarse o fabricarse nuevas; las boletas no es tan fácil.
Me recordó la mañosa argumentación, la anécdota que en forma de cuento publiqué alguna vez. Se trata de una elección de hace algunos años en la Mixteca poblana en la que se me encomendó ir a un pueblo entre Tehuacán y Oaxaca, para intentar vigilar la votación en la única casilla del lugar. Llegué a las ocho o un poco más de la mañana, en un pequeño vehículo y con un acompañante del rumbo; las calles estaban desiertas y no se veía por ningún lado seña alguna de fiesta cívica o, al menos, la más pequeña fila de votantes. Después de un rato de dar vueltas por las empedradas calles, alguien nos informó que el encargado del proceso era un profesor y nos dio las señas de su casa, a la que nos dirigimos. A la segunda o tercera llamada, salió el profesor: moreno, bajito, limpio, con la camisa sin corbata abrochada hasta el último botón y nos invitó a pasar cuando le dijimos a qué íbamos.
–No, amigos, aquí ya pasaron las elecciones. Fueron ayer: yo mismo levantaba las actas, ponía las firmas y los sellos, mientras que mis hijos cruzaban las boletas. Ya está todo, el paquete preparado y todo legal: fueron 74 votos para el PRI, cinco para el PAN y dos para el PPS; sí, conozco a todos, pero pasen a tomarse un vaso de refresco.
Amable y hospitalario, nos mostró la documentación y, en efecto, nada faltaba. Como posiblemente nada ha de faltar en las actas a que Carlos Salinas apela, que dan formalidad y apariencia, pero no seguridad, y la duda, que ya lleva 20 años y revive con el libro de Anaya, no cesa con este argumento inaceptable.
La alianza PRI-PAN, que entonces se amarró para vergüenza de ambos partidos, tomó el camino fácil de la condescendencia con el neoliberalismo, coincidió en el apoyo a los poderosos de dentro y de fuera, y de entonces acá han venido sucediéndose los cambios que dejaron atrás y sin que hayamos experimentado nunca a plenitud en la práctica los ideales de la Revolución Mexicana. Ha quedado sin cumplir el sufragio efectivo de Francisco I. Madero, los campesinos no tienen la “tierra y libertad” de Emiliano Zapata, el municipio no es libre, como quisieron Venustiano Carranza y Luis Cabrera, y la educación libre, gratuita y para todos del artículo tercero constitucional no ha tenido plena vigencia y cada vez se buscan más subterfugios para su privatización.
La revolución y sus ideales fueron traicionados entonces y seguimos viviendo las consecuencias de esa defección; entonces también los pragmáticos empresarios que habían tenido conflictos con el PRI llegaron al PAN: olvidaron los principios democráticos y humanistas de respeto a la dignidad de las personas, de primacía del bien común sobre los bienes sectoriales o individuales, y principalmente sepultaron los principios de justicia social, de fraternidad y de solidaridad que habían introducido en la doctrina panista Rafael Preciado Hernández, Adolfo Christielb Ibarrola y Efraín González Morfín. Se inició entonces el cambio de sistema de un partido único a un aparente juego de partidos, pero en el que se pretende que queden reducidos a dos, muy parecidos y que se entiendan muy bien. Un PRI que olvidó el nacionalismo y su política de dignidad internacional y un PAN que finalmente dobló las manos y aceptó jugar el papel que tantas veces había rechazado de partido de los ricos, de los empresarios y de los inversionistas extranjeros. Se inició entonces también el desmantelamiento de la economía mixta, consagrada en la Constitución, y nos encaminamos francamente y sin matices a un sistema plutocrático y más corrupto que el de las peores épocas del sistema anterior.
Se dice en el libro, y lo aceptan algunos dirigentes de entonces, que el PAN se comprometió a votar en favor de la elección de Salinas en el Colegio Electoral; lo cierto es que la gran mayoría de quienes éramos entonces diputados de ese partido rechazamos la consigna y votamos en contra del dictamen; por cierto, nuestros votos fueron los únicos en ese sentido, pues los partidos de izquierda prefirieron abandonar la sala de sesiones o abstenerse.
Hoy, después del tiempo transcurrido, muchos reiteramos nuestro voto en contra de Salinas y más aún en contra de las actuales componendas y abuso de poder, de nuevos fraudes electorales y de los otros, y en contra del entreguismo al exterior; reprobamos la torpeza para afrontar los problemas y la falta total de sentido social que hoy se vive en el gobierno. Todo este desbarrancadero, que tendrá que corregirse desde abajo, se inició con aquel pacto cupular entre Salinas y la dirigencia panista del 88.