Barack Obama toma posesión hoy como el cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos. Es un hecho histórico, no sólo porque es el primer mandatario de origen afroamericano en la nación vecina, sino también porque su llegada a la Casa Blanca pone término al periodo trágico de la que ha sido, según la propia ciudadanía, la peor administración presidencial en la historia de ese país.
Sin duda, es difícil imaginar a un individuo capaz de ejercer la presidencia estadunidense en forma más irresponsable, criminal, corrupta y frívola que como la ejerció George W. Bush, y en ese sentido el recambio es, por sí mismo, un dato reconfortante. Es cierto, también, que la trayectoria de Obama permite suponer que con él llegarán a la Casa Blanca acentos de sensibilidad humana y social, de respeto a las otras naciones, de tolerancia, de aprecio por la educación, la ciencia y la cultura, de realismo y de sentido político, atributos que durante ocho años han estado ausentes del Poder Ejecutivo en Washington. El prometido cierre del campo de concentración de Guantánamo sería ya un avance en esta dirección. El resto son buenos augurios pero, por ahora, nada más.
Sin embargo, las circunstancias han situado a Obama como depositario de unas expectativas desmesuradas, tanto en el ámbito interno como –habida cuenta del peso de ese país en la economía, la política, la diplomacia, la tecnología y los escenarios bélicos del mundo– en el resto del planeta. La figura del demócrata nacido en Hawai es vista en las horas actuales como la clave para la recuperación económica, para la paz en Medio Oriente y otras regiones, para el desarrollo y la integración social, para la reformulación de los términos que rigen los intercambios financieros y culturales, para reducir la pobreza, para resolver el problema de la criminalización de los flujos migratorios y para muchos otros asuntos conflictivos del panorama estadunidense y mundial.
Para el nuevo mandatario esta carga de esperanzas constituye, más que un factor de fuerza, un serio peligro, en la medida en que hace prácticamente inevitable una cadena de frustraciones y desencantos, tan variada como los anhelos colectivos e individuales asociados a su persona.
En este contexto, es preciso traer a colación algunos hechos que, pese a su obviedad, parecieran borrados por un ambiente tan cargado de esperanzas. El primero es que Obama llega a la jefatura de un Estado que no va a cambiar de esencia con el estreno de una presidencia. Es decir, Estados Unidos seguirá siendo, previsiblemente, un país imperialista y se mantendrá fiel a la lógica depredadora (de territorio, de potestades ajenas, de los recursos humanos, naturales y financieros de otras naciones) que caracteriza su historia. Otro hecho a tener en cuenta es que el poder hegemónico estadunidense tiene una proyección mundial casi siempre ominosa, no pocas veces sangrienta, y excepcionalmente, positiva; ello significa que Washington posee sobrada capacidad para crear o agravar problemas de fondo fuera de su territorio, pero casi nunca dispone del poder para resolverlos, ni siquiera cuando para ello pone en juego la voluntad gubernamental.
Esta limitación se expresó con claridad durante la presidencia de Bill Clinton, en tiempos de prosperidad económica. Ahora que Obama debe enfrentar el desastre financiero, social e institucional legado por su antecesor, es razonable suponer que su prioridad será, al menos durante la primera parte de su administración, contrarrestar la catástrofe en esos frentes internos, y que las relaciones con el resto de los gobiernos ocuparán un lugar más bien discreto en la atención de la Casa Blanca. Para bien y para mal, ello es especialmente cierto para México: es posible que en los próximos meses nadie en Washington se acuerde de la necesidad de establecer un marco legal mínimamente decoroso y humano para los migrantes, pero parece probable, también, que se reduzcan las presiones injerencistas (a menos que el gobierno de Felipe Calderón las invoque) en materia de seguridad.
Todo hace pensar que en diversos aspectos se avecina un cambio de rumbo en el país vecino y que, bajo la dirección del demócrata afroestadunidense, su gobierno será menos dañino hacia el exterior y puede ser que hasta positivo para el ámbito interno. Pero no se puede adivinar el ritmo y la profundidad de los cambios, y es pertinente, por ello, moderar las esperanzas.