jueves, 1 de enero de 2009

Circa 2010, repensar el Estado-nación

Juan Ramón de la Fuente

(Publicado el 01 de enero de 2009 en El Universal)


Arranca 2009, estamos a un año del año del centenario de la Revolución Mexicana y del bicentenario de la Independencia nacional. La fecha, ineludible, debe ser algo más que la conmemoración de revueltas precursoras; algo más que el homenaje a la firme convicción libertaria de Hidalgo y a la iluminada vocación democrática de Madero.

Se dice, y con razón, que en México los muertos militan. Pero no se trata de celebrar entre ellos alianzas póstumas. Sabemos que el ímpetu social, la firmeza de espíritu y la audacia de los líderes alzados hace casi 100 y 200 años transcurrieron con frecuencia en la discordia. En todo caso, los muertos de México, desde los iniciadores de las gestas independentista y revolucionaria hasta nuestros días, los que han luchado por un país más justo y menos desigual, militan porque sus ideales distan de haberse alcanzado.

Por ello, el encuentro de los mexicanos con el ya próximo 2010 nos obliga a reflexiones de carácter político, jurídico, social y cultural que no pueden ni deben eludirse. De lo contrario puede haber más cohetones de los deseados.

No se trata sólo de celebrar, de reiterar los enunciados legendarios que nos desvían de la crítica histórica. Son tiempos propicios para la reflexión, para la crítica racional, que es ante todo autocrítica, único balance efectivo frente al mito y frente al dogma.

Sólo un año con tanta carga emocional y social antecede al 2010. Hace casi 100 años, al celebrarse el centenario de nuestra Independencia, se pretendió vincular a México, en el imaginario colectivo, a una fiesta inigualable, opulenta en sus términos materiales y éticamente desposeída de un verdadero análisis de la situación del país. Aquella gran fiesta del porfiriato, increíblemente fastuosa, se realizó ante los mexicanos y el mundo como la ratificación de un largo periodo de la personalización absoluta del poder.

Ese proceso de “paz augusta”, como decía con su ironía el prodigioso Alfonso Reyes, había llegado a 1910 sin asumir la pluralidad política y sin crear las condiciones esenciales de libertad, justicia y solidaridad. Por otro lado, las inobjetables transformaciones materiales del régimen ratificaban el dominio de un grupo poderoso que controló los beneficios del sistema económico, profundizando la desigualdad social y labrando un orden político centrado en el absolutismo.

Esa crisis ya se había expresado cuatro años antes en la huelga minera de Cananea, aplastada por los rurales mexicanos y los rangers estadounidenses. La huelga textil de Río Blanco, un año después, demostró que las fuerzas sociales no soportaban más la ausencia de libertades básicas y la presencia de una mínima justicia social.

La grave situación social generó esa célebre entrevista entre Porfirio Díaz y el periodista James Creelman. Díaz afirmó que había esperado a que México estuviera preparado para cambiar sus gobernantes sin peligro de guerras y que si surgía un partido de oposición lo acogería gustoso, para consagrarse a la inauguración de un gobierno democrático.

Irónicamente, el hombre que hacía esas declaraciones se había sublevado 32 años antes en Tuxtepec, con un proyecto político cuya premisa era la no reelección. Pero el 4 de octubre de 1910 se comunicó a la nación que Díaz había sido reelecto para un nuevo periodo presidencial. El país se incendió. El viejo régimen el que indujo la sublevación. La consigna del pueblo era clara: democracia o revolución.

Hay, pues, una responsabilidad por tratar de establecer con el significado del próximo centenario, que esta vez será doble. De 47 jefes de Estado en el tiempo transcurrido, Maximiliano incluido, sólo dos han coincidido con tan singular aniversario: Porfirio Díaz y Felipe Calderón.

Madero tuvo que apelar a la rebelión armada, y aunque escribió preceptos humanísticos para evitar los crímenes contra prisioneros y cautivos, nada fue suficiente. Las frustraciones colectivas y las desigualdades imperantes poblaron de pasiones el tiempo mexicano. El grupo en el poder no valoró las consecuencias de la larga opresión y del abandono de las prioridades sociales. Esa violencia era, históricamente, la contraviolencia frente a un Estado que distaba de ser la institución diseñada para proteger los intereses generales. La gran movilización estaba en marcha.

La elección de Madero, signo inequívoco del arribo de la democracia, se colapsa frente al golpe militar que haría llegar al poder a un general de triste memoria. Pero su farsa no impidió la explosión social desbordada y la aparición de los caudillos que, culminando las emociones de justicia e igualdad, sumieron al país en prolongadas y tensas convulsiones.

A esos caudillos se les santifica o se les condena. Lo importante, en todo caso, es que la historia también evoluciona, se reinterpreta y se reescribe, y lo que hay que reconocer es que, en su fondo social y cultural, los caudillos representaban el alzamiento de un país que no había podido equilibrar poder y libertad, poder y educación, poder y distribución de las riquezas materiales.

El asesinato de Obregón obligaría al poder a pensar que era indispensable terminar con los caudillos y establecer un régimen jurídico y político, que representara efectivamente al pueblo, y que el pueblo tuviera, en las leyes, su legítima defensa, y en la justicia, igualdad para todos: una paz no augusta, sino una paz republicana, organizada sobre el derecho, el gran ausente de nuestra vida colectiva.

Si algo nos dejó ese gran cuadro en crisis fue identificar algunas de las más apremiantes necesidades nacionales. Sobresale una: la construcción de un estado social de derecho capaz de reivindicar las aspiraciones laicas de los liberales del siglo XIX, en una formulación esencial que fuera sustento del Estado-nación mexicano: la Constitución de 1917.

La Revolución quedó inconclusa. Muchos de sus proyectos fueron tan sólo enunciados. No se cumplieron, se olvidaron. Estamos por llegar al nuevo centenario y el signo ominoso de este tiempo mexicano es, como ayer, el de la desigualdad. No hemos sido capaces de abatir las grandes lagunas, las grandes brechas sociales de nuestro desarrollo. El país creció pero la riqueza, como antaño, se acumuló, no se distribuyó.

Desigualdad en el acceso a la educación y la salud; desigualdad en la aplicación de las leyes y en las oportunidades de empleo. Hubo desarrollo, sí, pero no fue parejo. El México moderno por fin llegó, pero llegó lleno de contrastes. Una democracia balbuciente con múltiples flancos vulnerables, tentaciones autoritarias frente a la violencia desbordada y un estado de derecho que la sociedad percibe más por sus debilidades que por sus fortalezas.

Pero ocurre que el estado de derecho es fundamental para la consolidación del Estado democrático. Lo grave es que no es sólo percepción social. En todos los indicadores internacionales sobre el estado de derecho, México acusa niveles pobres de desempeño. Y es que la violencia que se genera por la transgresión de la ley está íntimamente ligada a otro problema crónico del país: la corrupción. La corrupción que delata cotidianamente la inoperancia de la ley, e impide legitimar muchos procesos sociales y políticos que son indispensables.

Sobre esta compleja trama nacional, la globalización en la que estamos inmersos nos muestra con toda crudeza el peor de sus rostros. Los fundamentalismos económicos, la especulación y el principio del lucro mayor acabaron por desquiciar el sistema financiero internacional. La nueva economía, que se nos anunciaba pomposamente sin ciclos, fracasó. La “mano invisible” que todo arreglaría jamás apareció. El panorama no es alentador. El desempleo avanza a ritmo acelerado, los consumos van a la baja y la crisis muerde con fuerza en la economía real. Los estados tienen que intervenir masivamente, desesperadamente, para tratar de controlar el caos. La mano visible y el regreso de Keynes y Roosevelt, dicen los enterados.

Más allá de las medidas que se anuncian, contracíclicas les llaman los expertos, el debate emanado de la crisis va generando opciones, va abriendo oportunidades y vendrán tiempos, tendrán que venir tiempos para tomar nuevas decisiones.

Hay quienes sostienen que lo que se requiere es un mínimo de intervención, es decir, que algo cambie para que todo siga igual; y hay quienes piensan que es necesario recuperar el equilibrio que se perdió en las últimas décadas entre lo político y lo económico, es decir, un cambio de modelo, que algo cambie para que todo cambie. Habrá que escoger.

La ecuación es compleja, vivimos un mundo globalizado por los mercados pero en el que, como se ha visto, las instituciones siguen atadas al Estado-nación. La crisis nos ha mostrado que hay cosas que sólo puede hacer el Estado. Seguir debilitándolo se vuelve ya francamente irracional.

Repensar el Estado-nación mexicano es el gran reto del centenario y del bicentenario. Esa tendría que ser la gran celebración. Un Estado vigoroso con instituciones fuertes, no obesas; ágiles, transparentes, eficientes y modernas; instituciones que protejan a los ciudadanos. Seguridad como primera prioridad, pero en su concepción más amplia e integral: seguridad individual, seguridad familiar, seguridad laboral, seguridad social, seguridad nacional. Un Estado social democrático capaz de proveer acceso por igual a los servicios básicos, salud, educación. Un estado de derecho para garantizar nuestros derechos, los márgenes de libertad conquistados: el derecho a ser diferentes y pensar diferente; el derecho a la protesta y al esparcimiento sin que éstos se criminalicen. Estado de derecho también para regular mejor las fuerzas económicas, no para sustituir a los mercados, que son los que generan riqueza, pero sí para que la riqueza, poca o mucha, se distribuya y no solamente se acumule. Y desde luego, un Estado democrático que fortalezca la cultura de la tolerancia, de la inclusión y de la participación social en la diversidad, nuestra diversidad: la diversidad ideológica, étnica, cultural, sexual, religiosa, regional.

Son tiempos pues, propicios para una gran reflexión colectiva. Ni héroes de bronce ni negación de nuestro pasado; ni capitalismo fundamentalista ni populismo demagógico. Hay que construir otro modelo y, con objetividad, con rigor en el análisis, con confianza en lo que somos capaces, hay que darle a nuestra democracia una mejor oportunidad de la que hasta ahora ha tenido.