En el mes que está por comenzar, el país pasará por momentos de definición particularmente críticos debido a la polarización generada por la iniciativa gubernamental mediante la cual se pretende transferir a manos privadas segmentos fundamentales de la industria petrolera.
Ante la tentativa inicial de aprobarla al vapor, el rechazo de importantes sectores de la ciudadanía, la realización de foros sobre la materia en el Senado de la República y la convocatoria de la oposición a una consulta ciudadana sobre el tema, el mapa político ha quedado dividido en tres campos claros: el de la presidencia calderonista, que por medio de la remoción de Santiago Creel como coordinador ha hecho patente su control sobre la bancada de Acción Nacional en el Senado; el del Frente Amplio Progresista, que a pesar de las disputas en el interior del principal de sus componentes –el Partido de la Revolución Democrática– ha mostrado cohesión en la confrontación de la reforma privatizadora, y el del Partido Revolucionario Institucional, que parece dispuesto a especular con el sentido de sus votos para la obtención de los máximos provechos posibles.
Más allá de sus representantes formales, la ciudadanía se ha involucrado en la disputa, y el intento privatizador de la industria petrolera ha generado análisis y discusiones en medios, instituciones educativas –entre las que destaca la UNAM–, plazas públicas, hogares y lugares de trabajo, todo ello a contrapelo de la despectiva descalificación tecnocrática, esgrimida desde el gobierno, según la cual los vericuetos del tema escapan a la comprensión de la sociedad.
En tales circunstancias, los foros y debates en curso han dejado claros varios puntos de entendimiento posible: la articulación entre el estatuto de Pemex y las políticas fiscales irresponsables, y la necesidad de corregir las segundas antes de pronunciar diagnósticos terminantes sobre la supuesta crisis del sector petrolero en manos del Estado; la imperiosa necesidad de detener los diversos saqueos regulares que padece la paraestatal –el hacendario, el sindical, el administrativo– e imponer la moralidad y la transparencia en sus finanzas; la pertinencia de orientar recursos propios a la investigación, el desarrollo tecnológico y la prospección petrolera; el repudio a los aspectos privatizadores de la iniciativa de reformas legales presentadas por Felipe Calderón en abril pasado, tan contundente e ineludible que ha llevado al Ejecutivo federal a elaborar un discurso engañoso, según el cual la apertura de la refinación, el transporte y la extracción de crudo a empresas particulares “no es privatización”.
A pesar de los incontables defectos de forma y de fondo de la propuesta calderonista, y aunque se dé por sentado que en su redacción original está políticamente muerta, el grupo gobernante se muestra empeñado en lograr, al término de los foros de análisis convocados por el Senado, la aprobación, en un periodo extraordinario, de tal iniciativa de reformas –o de una reformulación más presentable de ella–, acaso contando con la complicidad de la mayor parte de los legisladores priístas, y sin tomar en cuenta los resultados de la consulta ciudadana que habrá de realizarse en tres momentos: 27 de julio, 10 y 24 de agosto, en otras tantas regiones del territorio nacional, como se anunció ayer en la concentración multitudinaria realizada en el Zócalo capitalino.
La discusión nacional del tema ha dejado ver que las propuestas calderonistas son contrarias al interés nacional. Así, el empecinamiento del grupo gobernante en violentar el orden constitucional mediante una ley secundaria sólo puede explicarse en función de compromisos contraídos con los grandes intereses privados de la industria energética trasnacional, de una urgencia por ejercer la autoridad y el mando mediante la imposición, o de ambos. Pero persistir en ese propósito sería perjudicial hasta para los intereses del oficialismo y de sus aliados corporativos, pues con ello se profundizaría la polarización provocada por el afán privatizador, se pondría en grave peligro la gobernabilidad y la estabilidad y se ahondaría el déficit de legitimidad que caracteriza al gobierno calderonista desde su origen. Cabe esperar, pues, que la actual administración escuche el clamor nacional, comprenda que, como lo señaló recientemente el rector de la UNAM, José Narro, la reforma del sector petrolero requiere de “voluntad, inteligencia, tiempo y tolerancia”.