Subsidios; que se jodan los jodidos
El debate en torno a los subsidios sigue siendo uno de los que más encienden al país, y no es para menos, es mucho lo que está en juego en el esquema actual de subsidios, aunque no necesariamente el bienestar de quienes los políticos, de todos los colores, dicen defender. Una buena parte de los excedentes petroleros se nos va en subsidiar el precio de la gasolina, lo cual representa la forma más absurda de despilfarrar la riqueza. No sólo no la estamos administrando, como dijo el ex presidente con vocación de perro poeta, sino que ya ni siquiera la vemos porque la perdemos antes de administrarla.
El problema de subsidiar productos, sea cual sea, es la distorsión del mercado. Al quitarle precio a un bien, también le restamos valor. El caso más patético es el del agua, un bien cada día más escaso en el mundo pero que en las grandes ciudades del país y en el campo la desperdiciamos a granel. A nadie le pesa tirar el agua porque no nos cuesta. Peor aún, gastamos un dineral en supuestas campañas de concienciación que no han servido, ni servirán, para nada, pues es muy difícil convencer a quien sea que eso que se vende baratísimo en realidad es un tesoro maravilloso que algún gobierno generoso le regala. Lo mismo pasa con el maíz o con la gasolina. La harina de maíz llegó a ser tan barata respecto al mercado (no es el caso actual) que los engordadores de puercos compraban harina de maíz, supuestamente destinada al bienestar de las familias de menos recursos, porque les salía más barato comprar el maíz procesado que en grano. Terminamos, pues, subsidiando a los puercos. La gasolina es el mismo caso. Dejemos de lado el absurdo de que estamos subsidiando el consumo a los gringos de la frontera, porque, aunque es patético que compremos gasolina cara en Estados Unidos para vendérsela barata a los gringos en la frontera (brillante negocio el nuestro), es una proporción realmente pequeña con respecto al problema fundamental, que es que en este país nadie se preocupa por ahorrar gasolina, porque la crisis del petróleo es un asunto que se lee en los periódicos, se oye en la radio, se ve en la tele, pero no se siente en los bolsillos.
Lo paradójico de los subsidios es que éstos nunca llegan a quien deberían, es decir a los que menos tienen. Los que no tienen agua son los más pobres. No la poseen porque el gobierno no tiene recursos para dotar de infraestructura a las colonias marginadas, porque está subsidiando el consumo de las clases medias y altas que pagan agua muy barata o de plano no pagan. De los subsidios, a los “jodidos” sólo les llega el discurso. Los principales beneficiarios de los subsidios al maíz son las grandes harineras y los grandes productores, ésos que tienen capacidad para competir internacionalmente. A los más pobres, a los últimos de la fila, lo que les dan, cuando les llega, de todas formas no les alcanza para sacar adelante la cosecha. En el caso de la gasolina el beneficiario típico del subsidio es alguien que tiene auto, que 70 por ciento de las veces lo usa para él solo, y, lo peor, entre más grande sea su carro más se beneficia del subsidio.
Lo que deberíamos de hacer es no subsidiar la oferta, no tener productos subsidiados, sino un esquema real de distribución de riqueza. Uno de los papeles fundamentales del Estado es corregir las distorsiones de la economía, propiciar la igualdad de oportunidades y la redistribución de la riqueza. Por eso, después de la seguridad, el segundo deber del Estado son la salud y la educación. Ahí deberían estar los recursos de los excedentes petroleros y no en las gasolineras. Contrario a lo que se cree, los subsidios no distribuyen la riqueza, la dilapidan.
Si es tan claramente absurdo el esquema de subsidios, que no generan el beneficio que se supone deberían propiciar, por qué entonces el empeño en mantenerlos. Lo que sí generan los subsidios son clientelas. Esto es, el dinero invertido en subsidios termina transformándose en capital político de los partidos. En algunos casos es capital enterrado que ya ni siquiera produce, pero sacarlo tendría un alto costo político para quien lo haga.
Con el diferencial actual de precios de gasolina (sin contar diésel ni combustóleo) el gobierno tiene que gastar (esto no es inversión) alrededor de 450 millones de pesos diarios en subsidios, esto es 16 mil millones de pesos al año para que los que traemos coche no repelemos. Si se libera el precio de la gasolina y se mantiene el del diésel y combustóleo (que son los combustibles de los procesos productivos, y del transporte de carga y de pasajeros) el efecto inflacionario no sería grave, pero el efecto político sería terrible (ya vimos lo que pasó con el gasolinazo). Cobrar la gasolina a precios reales nos llevaría a todos a buscar un menor consumo, sea por la búsqueda de motores más eficientes, sea por ahorros con los mismos vehículos. En términos familiares todos podríamos reducir entre 20 y 30 por ciento nuestro consumo de gasolina para no afectar nuestra economía, pero es más fácil protestar que pensar.
El gobierno no se la va a jugar por 16 mil millones de pesos, aunque esto signifique 80 por ciento del presupuesto de la UNAM, 32 por ciento del presupuesto de la Secretaría de Desarrollo Social, porque le teme al castigo político. Seguiremos, pues, subsidiando la tranquilidad política de la clase media y perdiendo oportunidades de una verdadera distribución de la riqueza.
dpetersen@publico.com.mx