Siempre he sentido escalofrío cuando me presentan como “experto”, “especialista”, “docto”. Quienes nos dedicamos a la investigación científica corremos siempre el riesgo de ser deificados por los auditorios, las academias y las comunidades convertidas en pedantes elites de ilustrados, o de vender nuestros conocimientos y experiencia al diablo disfrazado de político o empresario. El verdadero investigador comparte una casi obsesiva pasión por la verdad, y en esa búsqueda genera conocimiento y asume posiciones arriesgadas y críticas. El “experto”, en cambio, se hace sospechoso cuando utiliza sus conocimientos, de manera poco escrupulosa, para justificar o dar soporte a ciertas decisiones. En el mundo moderno, el “experto” se ha vuelto un participante esencial que legitima “científicamente” las irracionalidades de la sociedad industrial.
Los poderes de la sociedad moderna, clasista, desigual y profundamente irracional, echan mano de los “expertos” cada vez que ven amenazados sus privilegios por las masas de “desinformados”, de la misma manera que desdeñan, soslayan o ignoran las opiniones de los investigadores cuando éstos asumen posiciones contrarias o críticas. El argumento de que la consulta sobre la reforma energética es inviable porque los ciudadanos son incapaces de entender un asunto cuya complejidad solamente es comprendida por los “expertos”, es un verdadero monumento a la ignominia, un acto de soberbia de clase.
No hay asunto de la realidad, por complejo que sea, que no pueda ser entendido por el ciudadano común. El problema no es de la ciudadanía, sino de la capacidad de quienes poseen los conocimientos para informar o comunicar de manera sencilla, concreta, gentil y honesta un cierto asunto. Yo he observado cómo muchos de mis colegas mexicanos han logrado hacer entender a cientos de ciudadanos de la ciudad o del campo temas tan complicados como el origen y evolución del universo, el calentamiento global, los peligros de la energía nuclear, o las peculiaridades genéticas del maíz transgénico. La sapiencia del vulgo, reconocida y defendida por Alfonso Reyes, Edgar Morin, Paulo Freyre o Miguel León Portilla, tiende a ser olvidada por las elites económicas, políticas y culturales de todos los tiempos.
El futuro del petróleo y del uso de las energías es un asunto que deben decidir los ciudadanos mexicanos, con base en la información ya actualizada, digerida y simplificada por los investigadores. En una sociedad verdaderamente democrática, todos los ciudadanos tendrían acceso al conocimiento para decidir cuestiones centrales para el devenir de la nación, o de sus comunidades y hogares. En un mundo dominado por la propaganda, ideológica y mercantil, lo anterior se hace cada vez más difícil, y nos remite a la batalla permanente entre educación y propaganda.
No hay, por otro lado, conocimiento desligado del valor, es decir, no hay ciencia y tecnología sin ética. Al final de las fórmulas complicadas, del entramado de datos, de la variedad de hipótesis y de los escenarios visualizados por los investigadores, siempre existe un dilema esencial, que el sentido común, que es la “ciencia de los pueblos”, reconoce de inmediato a pesar de su formación limitada. Más allá de los grupos de “expertos”, la sociedad siempre mantiene una cierta sabiduría, que aplicada cotidianamente, hace su aparición en el momento de las grandes decisiones. Por eso tiene mayor legitimidad una decisión, que es siempre moral, tomada por un amplio número de ciudadanos, que por un puñado de “expertos”.
Hoy los investigadores conocedores del tema energético, en todas sus dimensiones, consecuencias y aspectos, están obligados a ofrecer, cada uno desde sus dominios particulares y de manera honesta, los conocimientos necesarios para que el ciudadano común opine y decida. Es ésta una tarea extraña dentro de los medios científicos y académicos, pero fundamental para el funcionamiento de la democracia. El país dará entonces una lección al mundo, los científicos y técnicos cumplirán un servicio de enorme valor, y los mexicanos le pondremos un alto a los siniestros intereses de la oligarquía.