miércoles, 18 de junio de 2008

Opinión de Luis Linares Zapata en La Jornada

La consulta como reactivo

La inducción gubernamental contra la consulta ciudadana sobre la reforma petrolera que pretende Calderón, presidente del oficialismo viajero, es abrumadora y beligerante. Abrumadora porque han dispuesto de todos los medios a su alcance que para estos urgentes menesteres son la mayoría de los componentes del aparato de comunicación colectiva. Beligerante, porque sus actores van dejando un rastro de fobias y filias inocultables contra los identificados como emboscados beneficiarios o de menosprecio para con la misma ciudadanía que espera y desea ser consultada. A pesar de ello, la toma de conciencia de los mexicanos se ensancha en la medida que se informan sobre la riqueza y el abandono de la industria petrolera y preparan su ánimo para defender lo que les corresponde por derecho e historia.

La andanada propagandística y de aparente análisis crítico no se detiene en auscultar las postreras intenciones del ya indiscutido líder de la oposición, un enfoque ultraprofundo y concentrado en otear sus postreros movimientos políticos. Se ha centrado, además, en disquisiciones sobre su legalidad (constitucional y en las particulares del Distrito Federal) para de ahí derivar la impropiedad institucional de llevarla a cabo. En medio de este vocinglerío se ha caído, de manera inevitable, en exageraciones y denuestos, donde la palabra farsa ocupa un lugar de privilegio para achacársela de manera compulsiva a los patrocinadores de la consulta. Discursos enteros plagados de exclusiones terminales por parte de los que carecen de altura de miras y conceptos refinados requeridos para este crucial debate. Una verdadera y hasta alarmante cantinela, torpe y errada, que no moviliza la energía ciudadana para sumarla al proyecto privatizador. Se llega al extremo de afirmar que participar en una consulta popular es una acción nociva a las instituciones. Se renuncia así, voluntariamente y de un plumazo, a la democracia participativa, escalón superior a la representativa, que ya muestra sus limitaciones. Y todo porque, afirman, consultar a la ciudadanía es hacer la chamba de los legisladores y porque, además, tiene algo de “asqueroso” (Álvaro Cueva, Milenio, 15/6/08).

La reacción del oficialismo raya en el histerismo irracional. Sus intelectuales orgánicos, corifeos de apoyo orquestado y paleros adicionales, que factura en ristre se les agregan, usan en sus ataques similares conceptos y negaciones viscerales compartidas. Comenzaron su intervención con sendos desplantes para afirmar que la consulta ya fue hecha en julio de 2006. En ella, dicen, se eligieron a los representantes, y los senadores y diputados tienen no sólo la legitimidad para legislar, sino la obligación de hacerlo sin adicionales consultas. Pasan por alto que nadie, ningún candidato, compitió por el apoyo del electorado con la propuesta de privatizar Pemex, a pesar de que se diga, hasta el imbécil cansancio, que las reformas calderonianas no lo pretenden. Nadie ofreció abrir la refinación a la llamada maquila de las gasolinas o ceder los ductos a las empresas internacionales. Dejar en manos del capital privado externo la exploración y extracción del crudo no aparece, ni lejanamente dibujado, en la oferta de Calderón, del PAN y los panistas o de los priístas que hicieron campaña en 2006.

Enrique Krauze intervino en esta disputa sugiriendo una alternativa adicional: el empleo de una bien conocida ruta que pueden emplear los ciudadanos en estos casos de agrias disputas nacionales. Se puede recurrir –como sutilmente adelantó el historiador– a los correos, los telegramas, las cartas personales para presionar a los distintos legisladores y que atiendan a la opinión ciudadana. Sin duda, ésta es una forma factible y hasta deseable de alentar la conducta responsable y activa de la sociedad. Pero ello no excluye, menos aún sustituye, a la consulta popular, ejercicio superior en la inacabada marcha perfeccionadora de la democracia representativa.

La consulta es un ejercicio que ensancha los métodos, las formas con las que una comunidad puede expresar sus posturas, sus sentimientos o puntualizar su mandato sobre los asuntos que le son cruciales para su presente y futuro. Esta inclusión del permanente colaborador de televisoras, expositor en distintos foros de consulta académica y muchos otros más donde se citan las elites, esta vez no pasa de aparecer como un disolvente intencionado para restar importancia a la consulta ya en proceso. Una rebuscada y lateral forma de negar la oportunidad y pertinencia de la consulta popular que impulsa aquel que, en un arranque de su imparcialidad racial, Krauze calificó de mesías tropical.

El poder establecido del país ha reaccionado de manera virulenta hacia aquellos que, desde un principio, alentaron la realización de los foros de debate. Deseaban, qué duda cabe, aprobar con celeridad las reformas petroleras privatizadoras y entreguistas de Calderón. Con mayor inconformidad ha decidido oponerse a la consulta que ya ha dado pasos para conocer lo que, al menos, una porción sustancial de los mexicanos piensa al respecto.

La consulta está en marcha y se perfeccionará con la inclusión del talento y la capacidad de organización del movimiento que encabeza López Obrador, de los partidos que integran el Frente Amplio Progresista e innumerables organizaciones sociales.

El gobierno y sus apoyadores no pueden dejar que sus sospechas se trasminen: la consulta muestra su colita partidista, dicen con sorna al canto. Es la táctica ya probada del segmento del electorado que perdió la elección para seguir sin reconocer su derrota y contrariar el progreso y la modernidad, concluyen. Han creado, aseguran, una división profunda de la sociedad.

No pueden estos críticos, intelectuales, columnistas y demás conductores de programas o locutores al servicio de sus jefes concesionarios, pensar, admitir, suponer al menos, que entre esos mexicanos (muchos millones de ellos que aumentan con los días de las penalidades nacionales) se encuentra una sana, arraigada pasión por conservar y ensanchar las propias riquezas, no malgastarlas y menos aún entregarlas, con zalamera gracia inundada de pragmatismo, a esos nuevos colonizadores que tantas lisonjas le extendieron a Calderón.