Hace muchos años un famoso priísta que se estaba estrenando en la oposición, primero en el Frente Democrático Nacional y luego en el Partido de la Revolución Democrática, me preguntó qué se sentía estar en la oposición. “Dímelo tú –le contesté–, yo siempre he estado en la oposición.” Él cambió y, según he podido ver a lo largo de los años, se ha sentido muy contento en la oposición, aunque no siempre ha sido consistente con lo que se supone que significa ser opositor, y menos de izquierda. Pero no pidamos peras a los olmos: la gente del poder siempre actúa según su conveniencia política en la pista donde más ventajas cree que puede obtener.
Unos años después de esa conversación se promovió una consulta ciudadana para la democratización del Distrito Federal. Se trató de un plebiscito para saber qué opinaban los ciudadanos de la capital de la República sobre la posibilidad de que su gobierno fuera electo y que se convirtiera en el estado 32, con su propio congreso local, como el que tienen las demás entidades federativas. Gobernaba Carlos Salinas de Gortari y el jefe del Departamento del Distrito Federal era Manuel Camacho. Su secretario de gobierno era Marcelo Ebrard, si mi memoria no me traiciona. Estos funcionarios, entonces salinistas, estuvieron en contra del plebiscito ciudadano. Sin embargo, éste se llevó a cabo y más de 300 mil mexicanos en edad de votar se expresaron a favor de una reforma que ahora usufructúa ni más ni menos que Ebrard.
Es de sabios cambiar de opinión, dice el refrán. Ahora Marcelo Ebrard, el mismísimo gobernante que impide que los habitantes con vehículos registrados en provincia (salvo del estado de México, Querétaro, Hidalgo y Puebla) entren al Distrito Federal entre las cinco y las once de la mañana, no sólo está de acuerdo en un plebiscito sobre el tema energético, sino que lo promueve en y fuera de la ciudad que gobierna. Está bien. Es un asunto que interesa a toda la población por la sencilla razón de que está en juego el futuro del país y de nuestra soberanía ya de suyo disminuida gracias a los gobiernos tecnocráticos neoliberales (del PRI y del PAN, indistintamente). Lo mismo debió hacer Salinas de Gortari con nuestro ingreso en el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, pero no se hizo: se nos impuso y así nos ha ido.
Es interesante observar que muchos que apoyaron el plebiscito de 1993 sobre la democratización del Distrito Federal son ahora opositores al que se pretende llevar a cabo sobre el estatus de Petróleos Mexicanos y nuestro petróleo. Algunos de estos ahora opositores –la mayoría, comenzando por los gobernante– son del Partido Acción Nacional, los mismos que en 2000 estaban a favor de las figuras de plebiscito y referendo, incluso con la participación del IFE que ahora objetan. Se oponen porque saben que de realizarse el plebiscito es muy probable que la mayoría de quienes se expresen esté en contra de los planes de Felipe Calderón en relación con Pemex. Otros fueron más lejos, como el economista Reyes Heroles, director de Pemex, quien no sólo se opone al plebiscito, sino que se ha botado la puntada de emular a Porfirio Díaz opinando que se trata (el del petróleo) de un problema suficientemente complejo (como siempre lo ha sido el de la democracia) como para ser comprendido por el pueblo mexicano. El flamante director de Pemex, sombra pálida de otro del mismo nombre y apellido que engrandeció a la empresa, no sólo desdeña al pueblo mexicano, sino que olvidó un dato importante e insoslayable en este país y en cualquiera que se pretenda democrático: que la soberanía radica en el pueblo y que una democracia es, por definición, la voluntad del pueblo y no la de un grupito de supuestos expertos.
Entre más aceptación popular tiene la idea del plebiscito más oposición genera y, como siempre, precisamente de quienes se verían afectados por los negocios que han prometido a empresas trasnacionales sin importarles la soberanía del país ni el futuro de los mexicanos.
Cierto es que Pemex es una empresa (organismo público descentralizado del Estado) que ha sido mal administrada, que su sindicato goza de privilegios astronómicos y corruptos, que se ha abusado de ella para fines no precisamente populares y que, por lo mismo, requeriría una restructuración en serio. Esto no es novedad, pero también es cierto que dicha restructuración tendría que dejarse para después, para cuando se haya asegurado que la empresa y su nutriente estratégico queden en manos nacionales. Un próximo gobierno que, además de legitimidad, sea nacionalista, podrá sanear la empresa, aunque no será fácil, pues son muchos los intereses creados en su seno y acumulados a través de décadas de corrupción. El problema futuro es de dónde saldrá ese próximo y necesario gobierno nacionalista, que además de ser legítimo sea democrático y con memoria histórica. Pero ésta es otra cuestión sobre la que también se ha escrito y se escribirá mucho.
Por ahora, aunque sus resultados no estén garantizados en uno u otro sentido, lo que importa es el plebiscito, independientemente de quiénes sean los que lo promueven. Apoyémoslo y participemos, pero que no se confundan sus principales promotores: tenemos muchas críticas sobre lo que están haciendo al margen del tema energético.