Está bajo proceso legislativo una iniciativa de la senadora Rosario Green para dar vigencia a una Ley de Cooperación Internacional para el Desarrollo. La senadora expone como el primero de sus motivos para proponer la nueva ley que “la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su artículo 89, fracción X establece que en la conducción de la política exterior el titular del Poder Ejecutivo observará como uno de sus principios normativos el de la cooperación internacional para el desarrollo”.
En efecto, al enunciar los principios de la política exterior, el de la cooperación internacional para el desarrollo aparece en penúltimo lugar, antes del principio dedicado a la lucha por la paz y la seguridad internacionales. Hay cierto desorden en ese enlistado que se supera si los siete principios se leen de acuerdo con la lógica de sus objetivos.
De los siete principios constitucionales, seis se ocupan de la seguridad, tres de ellos de la soberanía (la autodeterminación de los pueblos, la no intervención y la igualdad jurídica de los estados) y los tres siguientes a la paz (la solución pacífica de controversias, la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y la lucha por la paz y la seguridad internacionales). Solamente uno se ocupa del desarrollo y es precisamente el de la cooperación internacional. Orientada a la seguridad, nuestra doctrina de política exterior carece de un capítulo dedicado al desarrollo, en el cual la cooperación internacional tendría que ser uno de sus componentes.
Los siete principios actuales están enunciados de manera escueta, pero los seis de la seguridad tienen el respaldo de la experiencia histórica y el séptimo descansa en el correspondiente de la Declaración de Naciones Unidas sobre Principios del Derecho Internacional, el que consagra: la “obligación de los estados de cooperar entre sí, de conformidad con la Carta”, mismo que en su desarrollo aclara que esa obligación está dirigida a “… mantener la paz y la seguridad internacionales y promover la estabilidad y el progreso de la economía mundial”.
Expresado así, nuestro principio de “la cooperación internacional para el desarrollo” no se corresponde en los propósitos de mantenimiento de la seguridad con el antes descrito y resulta más la enunciación de una posible función del Estado que un principio de política exterior, pues no tiene el contenido histórico de los otros seis y carece del elemento de seguridad que sí incluye su referente de Naciones Unidas. Le hace falta el humanismo que se encuentra en lo mejor de la práctica mexicana en materia de cooperación internacional y que debería ser también paradigma doctrinario.
Dos casos relevantes, quizá los más importantes de la cooperación mexicana son el acuerdo de San José por el cual los gobiernos de México y Venezuela se comprometieron a vender petróleo en condiciones preferenciales a los países de la región inmediata, es decir, los centroamericanos y caribeños, y el de Onusal, la operación de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas para El Salvador, que dispuso un contingente policial que hiciera una presencia inhibitoria junto a la Guardia Nacional de aquel país en tanto se organizaba la Policía Nacional Civil que la sustituiría.
En ambos casos la decisión se tomó a partir de la presencia de los dos elementos necesarios para el involucramiento de México en eventos de esa importancia: la responsabilidad y el interés. La responsabilidad es aquella que México valora debe asumir en determinado evento internacional y el interés es aquel que el país considera que necesita defender.
En el caso del acuerdo de San José prevaleció la responsabilidad sobre el interés. México entendió que en un momento de crisis mundial en los precios del petróleo le correspondía mitigar en algo el trastorno que sufrían los países hermanos de Centroamérica y del Caribe. La concesión era importante; 20 por ciento de la factura era diferida y trasladada a un crédito para financiar proyectos en instituciones mexicanas.
Pero más allá de la generosidad del gesto, estaba el importante anuncio de que el programa funcionaría sin estar condicionado al cumplimiento de requisitos políticos o de cierta situación financiera por parte de los gobiernos beneficiarios. En eso radica la diferencia con la política de cooperación de las grandes potencias que exigen actitudes políticas y garantías financieras a los recipiendarios de su ayuda. Es grande la distancia entre la cooperación solidaria y la cooperación dominante.
En el caso de Onusal predominó el interés en su más legítima expresión. En la cooperación con El Salvador y con Naciones Unidas, la responsabilidad emanaba de que México es un país con presencia e influencia sustancial en la región, como se demostró en ocasión de la declaración mexicano francesa de 1981, a pesar del incuestionable peso de Estados Unidos. El interés estaba en hacer posible la paz que se había ganado con tanto esfuerzo.
La Ley de Cooperación Internacional debe contener previsiones que fijen tanto la motivación de la cooperación en la responsabilidad y el interés cuanto su carácter solidario e incondicional. Ésa es la única política consecuente para un país que está en la difícil circunstancia de ser simultáneamente donante y receptor, y debe promover relaciones de justicia y equidad con una cooperación internacional solidaria.
Esta es una tesis de política exterior del Gobierno Legítimo de México.