Carlos Montemayor/ I
Las mineras canadienses
Canadá es uno de los países notables en los tiempos actuales. Durante cerca de ocho años consecutivos encabezó la lista de las naciones con mayor índice de desarrollo humano, según el informe singular que desde 1990 el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo prepara anualmente. Esta proyección de la evaluación del desarrollo parte de ciertas variables propuestas en la década de los años 80 por Mabub Ul Haq y el premio Nobel de Economía Amartya Sen. En estos balances no se refleja tanto el volumen total de riqueza producida en un país, o el movimiento total de capitales en determinada zona, sino el beneficio y desarrollo reflejado en la salud, el promedio de vida, la educación, la vivienda, la alimentación y el ingreso de los habitantes.
Sin estas condiciones de evaluación se entiende que por el volumen económico México haya podido en algunos balances cuantitativos presentarse como la undécima economía del mundo, pero su realidad se revela en el índice de desarrollo humano, donde aparece en el número 54, dentro del grupo de países de mediano desarrollo humano y al mismo nivel de Cuba, que ocupa el número 55.
En términos artísticos Canadá ha impreso un relevante aporte en múltiples campos. Además de la poesía, el teatro, el cine, el ensayo, notables en lengua francesa en el área de Quebec, todos los géneros artísticos se impulsan en un proyecto multilingüe y multidisciplinario que tiene su mejor ejemplo en Banff Center International, donde he tenido oportunidad de colaborar en proyectos de traducción literaria desde hace algunos años.
Algunos proyectos de investigación científica, tecnológica y social de las universidades canadienses son también notables en varios campos del conocimiento y del hacer político, particularmente en el movimiento de multiculturalismo que está surgiendo en Canadá como política de Estado y que parte de dos principios fundamentales: primero, que los movimientos migratorios son una característica básica y un comportamiento natural de la humanidad; segundo, que si puede caracterizarse a la humanidad por el movimiento migratorio de la totalidad de los pueblos en un momento dado, la consecuencia de la naturaleza humana es que estamos obligados a vivir con nuestra diversidad.
Así, “vivir juntos” ya no implica justificar un equilibrio social desde la perspectiva de una mayoría, sino desde la perspectiva de la multiculturalidad. Por tanto, los derechos humanos deben incluir cada vez con mayor claridad la idea de que el individuo no es un ente aislado, sino integrado en un contexto social, político y cultural que existe previamente a su aparición y que permanecerá después de él. Esto le da identidad y le permite reconocerse como ser humano.
Por ello en Canadá la integración social es también destacada, si se toma en cuenta el tratamiento legal, cultural y económico dado a los pueblos indígenas, allá denominados first nations, primeras naciones. En abril de 1999, por ejemplo, Canadá reconoció el territorio autónomo de los pueblos inuit, con extensión de un millón 900 mil kilómetros cuadrados, casi la de la República Mexicana, que es de un millón 956 mil kilómetros cuadrados. Este territorio autónomo se llama Nunavut Kamavat, gobierno de Nunavut.
El jurista canadiense James Hopkins explicó en el año 2001 que durante la demarcación territorial de Delgamuukw, el juez Lamer, cabeza de la Suprema Corte de Justicia de Canadá, reconoció por vez primera que los derechos territoriales de los pueblos nativos son sui generis porque, entre otras cosas, su fuente proviene de un sistema legal aborigen prexistente y porque las poseen comunalmente.
En este caso el juez reconoció que el “especial lazo” entre las comunidades indígenas y su territorio forma parte de la cultura distintiva del grupo aborigen y afirmó que el derecho a usufructuar la tierra está limitado a los usos “que no pongan en riesgo la capacidad del territorio para sostener a las futuras generaciones de los mismos pueblos aborígenes”. En otras palabras, el juez Lamer parece reconocer que un uso que interfiera con el empleo o usufructo tradicional de la tierra podría romper el lazo cultural del que surge el derecho territorial mismo del pueblo aborigen.
Pero la perfección, tanto en individuos como en países, es teórica, abstracta, conjetural. Contrastan con esta grandeza humanista, política, social y cultural de Canadá las empresas mineras canadienses, ejemplo de la depredación brutal y de ilegalidad inexcusable. El daño ecológico, económico y social que provocan en varias regiones del mundo y de México es un ejemplo contundente de cómo un país admirable puede producir empresas transnacionales depredadoras y salvajes que pisotean la lucidez con que el juez Lamer determinó que el usufructo de la tierra está limitado a los usos “que no pongan en riesgo la capacidad del territorio para sostener a las futuras generaciones de los mismos pueblos aborígenes”. Las compañías mineras canadienses son la avanzada de la barbarie actual contra pueblos inermes y ecosistemas de países con gobiernos corruptos o vulnerables como el de México, según explicaré en las siguientes entregas.
En el caso de nuestro país, se están afectando tres regiones: San Luis Potosí, con la Minera San Xavier; la región de Huizopa en la sierra de Chihuahua, con la Minefinders y su subsidiaria Compañía Minera Dolores, y 29 municipios de Chiapas con las empresas Fronteer Development Group y Radius Gold.
En todos los casos hay un modus operandi común: la apropiación ilegal de tierras, la complicidad de autoridades federales o estatales, la sobrexplotación y contaminación de recursos acuíferos y el desastre ecológico por el sistema de explotación de tajo a cielo abierto y lixiviación.