Hace 20 años el panismo –que había capitalizado el descontento electoral de las capas medias en el norte de la República– se enfrentó a una realidad inesperada: bajo las aguas de la que ya comenzaba a ser la genuina “década perdida” se había formado una gran corriente opositora que no se ajustaba al modelo bipartidista con el que algunos coqueteaban, incluso en las filas del hasta entonces gobernante partido casi único.
La candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas rompió los esquemas previos instalados en el pensamiento político de la época y demostró que la sociedad mexicana deseaba un cambio de fondo, una verdadera reforma de las instituciones y un golpe de timón en el curso general de la economía. La presencia de un amplio y poderoso movimiento cívico y social capaz de plantear la caducidad del sistema político vigente se convirtió así, con la fuerza de los hechos, en la gran palanca para la transformación democrática de México, al igual que años atrás lo habían sido las históricas movilizaciones de 1968 y la cauda de luchas populares que abarca la década de los 70, justo hasta la reforma de 1977, planteada desde la cúpula del poder como un intento de restaurar la estabilidad perdida sin perder la hegemonía.
En julio de 1988 hay buenas razones para el optimismo: “El avance de Cuauhtémoc (sobre todo lo que ya parece una ventaja demostrada en el Distrito Federal) está poniendo fin al único México irreal o surrealista existente: el del monolitismo y las certezas imperiosas del poder. Por una vez, las elecciones han parecido unas elecciones, a pesar del dominio hegemónico del partido de Estado; por una vez, el entusiasmo y la participación ciudadanas dejaron de ser frases solemnes y adquirieron voz y rostros reconocibles. Cambian las formas desde abajo. Y cambian los personajes” (ASR, La Jornada, 8 julio 1988). “La creación de un régimen democrático es la tarea nacional más urgente.” Sin embargo, las esperanzas se diluyen pues “una vez más la transparencia electoral ha sucumbido a la cultura del fraude”.
El camino sería largo y accidentado. Meses después de los comicios (y contando con los errores del PRD), el PAN logró lo que parecía imposible: forjar un acuerdo estratégico con las fuerzas modernizadoras del gobierno príísta para salvar el proyecto común de enterrar al viejo, decrépito Estado revolucionario, por uno que fuera funcional a las urgencias de la mundialización de la economía. Desde entonces muchas cosas han cambiado en el país, en la naturaleza de la lucha política y sería una tontería no reconocerlo así, pero la alianza entre la derecha y sectores del PRI no se ha quebrantado, pese a la inconformidad manifiesta de capas importantes del tricolor que no se ven representados por las políticas publicas de un gobierno neoliberal.
No obstante, algunos de los temas planteados entonces hoy adquieren nuevos significados, a la luz, sobre todo, de las elecciones de 2006, cuyas secuelas aún distorsionan la vida pública nacional. Veinte años atrás, al calor del debate sobre el fraude electoral, me preguntaba “¿podremos saber algún día cuántos votos obtuvo cada candidato? Si las cifras no importan o si no es posible, por otras razones que no sean técnicas, conocerlas con exactitud, tampoco es posible en términos formales y reales fundar una democracia sobre el principio de mayoría que es, justamente, el que le da sentido al resto de las categorías democráticas. La democracia no puede eludir cómo es que se establecen dichas mayorías y se crean las condiciones institucionales para la aplicación o, si se quiere, el ejercicio de ese principio”.
Luego de conocer los resultados del análisis de Juan Antonio Crespo sobre las actas de las últimas elecciones presidenciales y la discusión en torno a la destrucción de las boletas, la interrogante parece pertinente. El PAN y sus socios sólo hablan de legalidad, como si las decisiones de los tribunales fueran palabras sagradas. Pero no hay democracia verdadera que pueda fundarse en la mentira permanente, así la crean a pie juntillas sus beneficiarios.
Hay preocupación por la calidad de nuestra democracia, pero algunos de los críticos tienen una visión muy particular sobre el tema, pues creen, en efecto, que todo “lo real es racional” o, en su versión silvestre, “todo pasa por algo” y así se someten sin esfuerzo a “las ideas dominantes” de moda. La reforma electoral debía abrirle cauce práctico al pluralismo y al voto, pero la democracia jamás se pensó como un mero conjunto de reglas “técnicas”, sino como una transformación cabal del régimen anterior por otro sustentado en el reconocimiento de nuevos derechos y libertades con el fin de mejorar la convivencia social, dándole a los ciudadanos oportunidades para el despliegue de sus potencialidades humanas.
Paradójicamente, quienes se beneficiaron del curso de la transición, los panistas en primer lugar, son los primeros en contradecir sus promesas. Sin ingenio reconocible quieren la República presidencialista sin el riesgo de la democracia. Desconfían de la consulta popular y se rinden, en cambio, ante el poder de los medios, convertida en iglesia que todo lo puede. ¿Dónde quedaron aquellos discursos del Maquío, la austeridad de Luis H. Álvarez o el humanismo católico de Castillo Peraza? Pobre democracia la que sólo escucha a los Martínez o los Espinos.