Mientras rencontramos la hebra para un acuerdo en lo fundamental, recordemos lo inmediato. El presente es continuo, sostiene el pensamiento único, pero el “estancamiento estabilizador” a que ha dado lugar su aplicación a ultranza propicia asimetrías económicas y sociales que niegan el discurso triunfalista de los grupos gobernantes y advierten sobre la inminencia de un gran ajuste social y político.
De cerca de 43 millones que forman la población económicamente activa, poco más de 5 millones tienen ingresos similares al salario mínimo; cerca de 9 millones de entre dos y tres salarios mínimos, y casi 8 millones reciben ingresos de entre tres y cinco mínimos. Es decir, más de la mitad de los que trabajan ganan igual o menos de cinco salarios mínimos, que en diciembre pasado fue fijado en 52.59 pesos diarios. Con las alzas en los alimentos y otras carestías continuas como las de las medicinas, no parece exagerado proponer que la pobreza se ha extendido y absorbe a núcleos de población que según las estadísticas habían podido salir de tal estado gracias a la estabilidad de precios, las transferencias de los programas de alivio, las remesas y demás.
Para la OCDE, el panorama laboral es sombrío. Muy bajo crecimiento del empleo y nulo aumento en las remuneraciones de quienes logran ocupación. Además, 60 por ciento de la fuerza laboral trabaja en condiciones de informalidad, sin seguridad social ni derechos contractuales. Los desafíos: “el creciente empleo informal, la discriminación laboral y el desempleo juvenil”, el viejo sur de los desvalidos rurales, instalado en pleno en las ciudades y las calles de México entero (véase El Economista, 3/7/08, p. 34).
El panorama mexicano sigue definido por la pobreza de masas y cruzado por una desigualdad aguda, la tercera o cuarta del continente más desigual del planeta. Pero su urbanización desenfrenada y el cambio en la estructura demográfica agudizan tal escenario porque lo hacen más visible y cotidiano, cercano a todos, hasta transparente gracias a la democracia y la mayor información.
No es sencillo superar la pobreza, y menos la desigualdad. La primera, sin embargo, podría aliviarse pronto si se consigue una buena combinación de transferencias públicas para los más pobres y vulnerables, con crecimiento económico alto y sostenido que ofrezca empleo.
Nada de esto parece estar a la mano, de continuar una pauta de política económica que somete el crecimiento a criterios férreos de estabilidad monetaria y condena a la política social a la condición de cabús de cola de esa política. Se trata de una camisa de fuerza que puede volver loco al más pintado tecnócrata, pero que se ha impuesto gracias a la dispersión de la organización social y la renuncia de los organismos políticos, partidos, medios informativos, ONG.
Este presente abrumador se corona ahora con el pesimismo que impera entre empresarios y analistas privados que nos hablan de expectativas económicas que van de mal en peor, según cabeza de El Economista (2/7/08). Guste o no, parece imponerse como necesidad vital, para la seguridad nacional y el futuro nacional, la revisión de prácticas y visiones, convicciones y proyecciones, para fraguar otra política económica y arriesgarse a inventar otra estrategia para el desarrollo perdido por más un cuarto de siglo, una generación, quizás también una ilusión y una gran promesa.
Llama a escándalo que analistas consagrados se rasguen vestiduras teóricas y condenen el debate en buena hora convocado por el Senado de la República. Nunca como ahora, y gracias a esta discusión pública, hemos estado tan cerca de algunas de las verdades mexicanas más escondidas por la democracia estrenada al inicio del milenio.
Se trata de verdades peligrosas a la vez que sospechosas, porque en su ocultamiento se empeñan los poderes y los políticos, los curas y los clérigos del púlpito mediático. Para decirlo pronto, se trata de la desigualdad profunda que nos vuelve impresentables ante el concierto mundial, a pesar de las faramallas de las cortes españolas, y de una debilidad formidable del Estado cuyos gobiernos de los últimos tiempos se han empeñado en profundizar al optar por depender del petróleo para financiar sus gastos y de las peores mafias corporativas para llegar al poder constituido y mantenerse en él.
Admitir esta debilidad supondría hacer una confesión verdadera que la cristiandad ambiente no propicia. Esperemos que al llegar la hora de las cuentas pueda ocurrir lo contrario.