jueves, 3 de julio de 2008

Opinión de Adolfo Sánchez Rebolledo en La Jornada (también muy delicado el asunto)

Política, seguridad y violencia

La violencia está instalada entre nosotros. Basta revisar la primera página de los diarios un día cualquiera para comprobar qué tan lejos hemos llegado: “Tan sólo en Chihuahua y Sinaloa 16 personas fueron asesinadas; deja 21 muertos la jornada de violencia; matan a jefe policiaco en Aguascalientes; recibe más de 150 balazos, nos dice La Jornada del martes. La nota roja ha tomado por asalto las primeras planas como demostración no del amarillismo, que algunos medios cultivan a placer, sino como nueva expresión de la centralidad del delito en nuestra sociedad. Secuestros, decapitados, asaltos con lujo de fuerza son tan frecuentes que han pasado a formar parte del paisaje noticioso “normal” al que nadie se acostumbrará jamás.

Cuando un gobierno como el de Guanajuato defiende la enseñanza de la tortura a “sus” agentes, pasando por alto toda consideración ética y legal, refuerza la primacía de la violencia sobre el derecho y la política, el retroceso en materia de derechos humanos es ostensible. Hay otros. Tenemos el caso de la discoteca News Divine, la cereza del pastel de la industria del entretenimiento trágico, cuyos detalles causan estragos, desconcierto incomprensible. Las autoridades del Distrito Federal siguen deshojando la margarita de las responsabilidades personales de los altos funcionarios, pero no han reconocido la urgencia de un viraje en materia de seguridad pública, apoyado en otra visión de la sociedad y sus necesidades, que no sea proseguir la línea de asegurar las escuchas, los cateos y los arraigos que los jueces federales incrementarán muy pronto para mayor gloria de la impunidad.

El gobierno federal repite –y se repite a sí mismo– que la delincuencia organizada no podrá ganarle la guerra al Estado, que estratégicamente hablando es mucho más fuerte que cualquier grupo ilegal. Pero ésa es una abstracción, pues lo que ahora está en disputa es el monopolio de la fuerza, claramente disputado por las bandas delincuenciales cuya ley se impone en amplias regiones del país. Hace poco, un funcionario de Naciones Unidas dijo que la mitad o casi de los municipios tenían presencia activa de tales pandillas, lo cual indica hasta qué punto éstas habrían arraigado en algunas capas del tejido social y cuánto se han infiltrado en los organismos encargados de la seguridad y la justicia.

Y ése es uno de los grandes problemas de hoy. ¿Cómo recuperar la soberanía del Estado en esta materia si los cuerpos encargados de esa tarea permanente sirven a sus enemigos? ¿Cómo garantizar el orden público, la seguridad ciudadana si en general se carece de instituciones preparadas técnica y moralmente para realizar un trabajo delicado y cada vez más global y complejo? ¿Cómo pedir mayor compromiso a la ciudadanía allí donde la juventud es vista como un peligro potencial?

La falta de credibilidad de las instituciones no es un problema menor. Llevamos décadas reformando a las policías, pero los resultados son decepcionantes. Hay una crisis institucional cuyas repercusiones ha dejado pendiente la transición política electoral. Vivimos en una sociedad más abierta, pero no más justa. Hay desigualdad, pero también un autoritarismo inercial que favorece al más fuerte. El cálculo político sigue siendo el reino de la arbitrariedad. El delito se politiza. Se judicializa la política. Los intereses prefieren la ganancia rápida en términos de encuestas y votos a la aplicación de las políticas preventivas y las leyes. En cambio, se aleja toda idea de reforma que no sirva para “endurecer” a las actuales instituciones, cada vez más incompatibles con un orden realmente democrático.

En ese afán, los gobernantes se mimetizan, como si en verdad fueran dueños de sus actos y estuvieran seguros de sus consecuencias. Se favorecen las políticas de mano dura sobre la prevención, atendiendo al sentido común de cierto fascismo vulgar, ignorante y anónimo que pide sangre, pena de muerte, castigo ejemplar en vez de transparencia, legalidad y respeto a las garantías individuales. No extraña, pues, que las homilías presidenciales acerca del compromiso ciudadano caigan en el vacío. Como tampoco sorprende que el gran discurso ante la tragedia sea un burda denuncia fraguada con el mayor de los oportunismo: al final, lo de menos es quién vaya a la cárcel, sino cuanto daño se infiere al adversario. Así de simple es el razonamiento.

P.D. Gracias a la presencia de Carlos Tello en el Senado el panismo dejó constancia de su intolerancia proverbial. Descalificar, no debatir: ésa es su divisa.