Todos a una, pero dejando las huellas de cada quien. Tal podría ser la conclusión de nuestra triste saga como país de madrugada que al anochecer descubrió las bondades de la ilusión democrática. El pluralismo se volcó en una interminable disputa por recursos financieros públicos cada día más escasos, y el diálogo y la concertación se volvieron pretexto vulgar para arremeter sin concesiones contra la riqueza del subsuelo y volverla moneda de uso para el gasto corriente del Estado: Federación, estados, municipios, judicatura, ifes y demás.
Así lo consignó con claridad el auditor superior de la Federación en su participación en el Senado de la República, de la que dan buena cuenta los reportes de Andrea Becerril y Enrique Méndez (La Jornada/18/07/08). Sus cifras son contundentes y sus juicios deberían servir para recuperar el centro de la cuestión petrolera que la alharaca tecnocrática busca poner bajo tierra, como auténtico secreto cabalístico. Todo con tal de no entrar de lleno al tema distributivo que siglos de concentración han conseguido volver cultura del privilegio pero que ahora, con un país mayor acosado por la penuria material, no hace sino envenenar la riña petrolera.
El ingeniero Jiménez Espriú, en estas páginas, nos alerta sobre las “sorpresas” que subyacen a la iniciativa de reformas petroleras del gobierno y es eso, en efecto, lo que requiere el país en estas horas de decisión: estar alerta.
Pero al mismo tiempo, urge desplegar ingenio político para no quedar atrapados en la verborrea implacable de quienes se empeñan en confundir los términos del debate y todavía buscan “darle” a la iniciativa del presidente Calderón una salida, un beneficio de la duda, que le permita salvar cara y, nada menos, ponga a Pemex en la ruta de una urgente rehabilitación. No es de eso de lo que nos han hablado la discusión y la documentación del problema petrolero.
No está en juego la autoridad del Presidente o su gobierno en esta jornada. Incluso, puede especularse que el retiro razonado de sus iniciativas redundaría en presencia y reconocimiento políticos, en momentos en que ambos son más caros que el crudo de Arabia. Mal harían los priístas y otras “gentes de razón” en aceptar este extraño razonamiento rescatado del presidencialismo más corriente, que ahora busca “perfeccionar” el paquete, quitarle su inflexión privatizante, abrir la rendija para asociaciones innecesarias y hasta la fecha injustificadas, aunque Vietnam o Cuba las lleven a cabo y las busquen con vehemencia.
Lo que se juega es un tema mayor que sin duda pasa por la (re)configuración de la industria petrolera nacional, cruza un sector eléctrico que vive vidas paralelas con su principal proveedor, y que sin duda desembocará en desafíos y sacrificios grandes que no se han hecho explícitos ni explicado a la población, como los que se derivan de nuestra obligada transición energética y de los compromisos que México debe adoptar en la campaña contra el cambio climático que ya llegó. De todo eso y más se ha hablado y tendrá que hablarse más y en detalle en adelante. Pero aquí, con todo y su magnitud, el juego apenas empieza.
Lo que ha empezado a emerger a lo largo de estos meses de reflexión nacional es la ingente debilidad del Estado y su decreciente capacidad para gobernar el cambio interno, turbulento y ensangrentado por la violencia criminal y, a la vez, darle curso al país en su conjunto en medio de unas tormentas globales que, como pudo constatarse hace unos días en Japón, los poderosos no quieren o no pueden capear para llevar al mundo a algún puerto de abrigo. Todo lo contrario: por debajo y más allá del insufrible verbo de los “ocho”, que para algunos de los “cinco” parece mensaje celestial, brilla un sálvese quien pueda que deja a la economía mundial al garete y a buena parte de la geografía planetaria a merced de las inclemencias de un tiempo hostil, unos suelos degradados y unas tijeras maltusianas que amenazan con los peores panoramas.
Para sobrevivir como comunidad y no convertir a la emigración en proyecto nacional, el país necesita con urgencia un Estado con recursos financieros y físicos de los que hoy carece. Requiere de un gobierno en condiciones de imponer y recaudar, que hoy no tiene, y le urge una administración pública organizada para gastar mucho, pronto y bien, que hizo mutis cuando el canon neoliberal se impuso e impuso en las mentalidades nacionales la leyenda negra del Estado maligno a la vez que innecesario.
Son estas capacidades que no se pueden importar ni vienen con ningún tipo de inversión trasnacional, las que hay que inventar o redescubrir al calor y a partir del debate y la consulta sobre el petróleo. En primer término, la voluntad de ser Estado y no sólo comunidad agrupada por el miedo o la resignación y, por tanto, de ser legítimos y probarlo con impuestos y gastos, así como con un ejercicio racional de la autoridad que hoy quiere decir sobre todo respeto y fomento de los derechos humanos como cultura y credo nacionales.
Sólo así podremos aspirar a ser globales, aunque la tarea de ser potencia quede para otro round de la historia. Es de estas capacidades imaginadas, que no imaginarias, de lo que se trata. De convencernos que no podemos siquiera hacer eso, imaginarlas, se trata la campaña oligárquica en curso. No hay nada o muy poco más allá de esto, porque es suficiente.