Conforme se acerca la fecha de la consulta pública arrecian los ataques, descalificaciones y fobias abiertas hacia tal ejercicio ciudadano por prejuzgarlo partidario, innecesario, tramposo y con la vista puesta en venideras elecciones (2009 y 2012). El sistema decisorio del oficialismo saca a relucir todo su arsenal en defensa de sus posiciones, que siente en riesgo. Se hace acompañar de un abigarrado coro de sostén en los medios de comunicación, críticos independientes que alzan sus voces, ya agrandadas de antemano por sendas bocinas electrónicas de apoyo. Los partidos coaligados, el PRI y el PAN, fueron los primeros en disentir de un llamado a consultar con la ciudadanía sobre algo tan crucial como una reforma a la industria petrolera. El gobierno intervino también con sus instrumentos persuasivos para dar densidad al operativo de rechazo. Sintieron, con realismo, que sus intereses corrían inminente peligro de ser derrotados (sus encuestas así lo apuntan con claridad) en una área descubierta. Y, en efecto, tienen mucha razón de escabullir el bulto a la luz de lo que se ha expuesto en los distintos foros de análisis y discusión desarrollados por todo el país.
Las reformas del señor Calderón no eran cualquier intento de modificaciones insustanciales. Eran, y todavía les colea algo de su empuje inicial, una real contrarreforma petrolera. Eran, porque, al final de los debates en el Senado, sus arrestos quedaron heridos de muerte por el cúmulo y la hondura de los argumentos esgrimidos por los opositores.
Un renovado nacionalismo prevaleció desde un inicio sobre los afanes privatizadores y entreguistas de la confluencia prianista. Sin la valentía de acudir al Congreso para proponer cambios sustantivos a la misma Constitución, la ruta alterna usada por Calderón resultó engañosa, débil, enredada por sus intentos entreguistas. Sin embargo, los masivos intereses afectados por la derrota de sus pretensiones se bifurcan ahora en sendas tácticas de defensa y continuidad. Una, la más sólida, al menos de inicio, apunta hacia la introducción de ajustes a las iniciativas por la facción dominante en la cúpula priísta.
Este grupo trata de anticiparse, en un despliegue de oportunismo que matiza de habilidad, a los efectos de la consulta entre los futuros votantes y apropiarse de la capacidad reformadora que los panistas dejaron ensartada por incapacidad y falta de legitimidad. Por ello han salido a la palestra para anunciar las que catalogan de modificaciones legislativas a las vapuleadas reformas de Calderón.
La otra táctica se afana en reforzar, multiplicándolas en los medios afines, las voces que quieren desarmar la consulta en los medios de comunicación.
Para dar una opinión ajustada a la primera de esas tácticas habría que esperar sólo unos días más para analizar sus contenidos. Respecto al segundo operativo, ya en intenso curso difusivo, habría que intentar un crítico resumen para airear sus postulados o razones. Se podría empezar por las vías más baratas o penosas, que parten de sentenciar las mismas discusiones en el Senado al descrédito porque no han aportado algo que no supiera ya el articulista que presume de sabiduría. A eso habría que contraponerle lo que, a todas luces, fue un debate informado y profundo. Los datos duros traídos a colación, y que no eran del conocimiento ni de los más enterados, tal como muchos de ellos han reconocido, fueron una constante. Nadie, que se sepa, domina todos y cada uno de los recovecos de tan compleja industria y, por eso mismo, con una dosis de humildad, aunque sea mínima, se ha podido aprender algo de sustancia.
La soberbia de otros oponentes directos a la consulta llega, de forma repetida, al extremo de la estulticia. El más socorrido de estos argumentos es uno que cojea desde su inicio por la descalificación a la sabiduría popular, piedra angular de la democracia.
Sostiene tal postura que la petrolera es una industria sumamente compleja y que, por tanto, la simpleza de una consulta, con sus sí y no, es un instrumento inadecuado para extraer de ella algo que aporte a la disputa. A esos alegatos habría que recordarles los motivos que una consulta pretende o no dilucidar.
No intenta pedirle a los ciudadanos que manifiesten su parecer sobre todos y cada uno de los aspectos complejos de ésta o de cualquiera otra cuestión. Lo que busca una consulta es solicitar su opinión sobre los ingredientes básicos o definitorios de la reforma. En este preciso caso dos cuestiones de fondo: el hálito privatizador y la aceptación general de tal reforma. Eso sí lo puede entender y procesar la ciudadanía, por menos informada que pudiera estar de los pormenores financieros, tecnológicos, geopolíticos u operativos de los temas petroleros.
Las consultas en la Unión Europea sobre la nueva constitución a los distintos pueblos que la integran no podían suponer el dominio individual de un asunto tan complejo. Había, por consiguiente, que comprimirla a la simple aceptación de su vigencia total. Y así, con esos supuestos en mente, se llevó a cabo el proceso. Alegar defectos en las preguntas ha sido un repiqueteo continuo en diarios y programas radiotelevisivos que no pasan de una semántica propia de los críticos. En verdad, las preguntas debían haber hecho referencia al sustrato entreguista de las reformas. Por un prurito de neutralidad, seguramente los encargados del diseño evitaron tan comprometedora referencia. Otros, fijos en el sospechosismo, le adjuntan personalizaciones sobre las ocultas intenciones de AMLO sin atender a la mínima posibilidad de un real, fundado interés por defender lo propio recurriendo al apoyo popular.
La industria petrolera es el instrumento por excelencia para el desarrollo independiente de México. De abrir la puerta a las trasnacionales y dejar otras partes de la industria en poder del capital monopólico interno, el futuro nacional carecerá del pivote de impulso para su desarrollo. Y ésta es, precisamente, la materia decisiva que la consulta puede ayudar a clarificar.