Es difícil comprender los conflictos de las izquierdas mexicanas. No me refiero a la mera descripción de hechos, sino a las razones de fondo que las quiebran. ¿Qué hay detrás de esa extraña mezcla de agravios, desconfianzas y alianzas temporales? Tras la búsqueda de la igualdad, de la inclusión, de la solidaridad, de la tolerancia y de la responsabilidad como los valores que las identifican, están las malas relaciones que les impiden consolidar proyectos sólidos de largo aliento. ¿Por qué les sucede esto todo el tiempo?
No me atrevo a sugerir una teoría para explicar esa contradicción, ni mucho menos. Pero creo que no sería una mala idea reflexionar una vez más sobre las verdaderas causas de esa ruptura recurrente. No me refiero a la falta de ideas políticas, ni de respaldo público, ni de estructuras orgánicas que las respalden. Quizá como nunca antes, las izquierdas mexicanas tienen todo eso y más: cuentan también con liderazgos muy notables, con recursos públicos en abundancia, con la mayor presencia que jamás hayan tenido, a pesar de todo, en la opinión pública. Y además son cada vez más indispensables.
La exclusión social se ha vuelto parte de la vida cotidiana en el país. Atrapado por los argumentos de quienes han convertido la estabilidad en arma de uso para defender la situación vigente, el país está perdiendo identidad y hasta sentido humano.
No es necesario cargar mucho las tintas: salir a la calle y mirar a los demás es suficiente para advertir la violencia contenida, que se desprende de la desesperación común por la falta casi absoluta de futuro y el ahogo del presente. No es casual que la inseguridad se haya convertido en el signo más visible de nuestra época, ni tampoco que por ahora la única forma de atajarla sea produciendo más violencia. Se trata de una vieja concepción de la derecha, que resuelve la exclusión con el recurso del poder, mientras lo tiene.
Las izquierdas son indispensables para moderar esos excesos, para rescatar la solidaridad social, para proponer políticas distintas construidas desde la igualdad, la aceptación del otro, la responsabilidad común. He de suponer que no quieren ver el mundo como el triunfo personal y único sobre todos los demás, ni tampoco como el éxito ni la excelencia que se acreditan gracias a la acumulación de capital individual, ni por el predominio indiscutible de uno solo sobre el resto.
Su ideal humano no está, supongo, en ser el hombre más rico del planeta, ni el dictador más poderoso (ni Slim ni Stalin). No creo que aplaudan la competencia desleal pero triunfante, ni tampoco el odio que acaba destruyendo cualquier cosa que no siga esa regla de oro de la competencia.
Para ser congruentes, las izquierdas tendrían que privilegiar en cambio la equidad, la igualación de condiciones, la cooperación, el respeto por el ser humano y sus derechos. ¿Suena como un credo? Lo es: como alguna vez le escuché decir a Rafael Segovia, quien no sepa distinguir entre la izquierda y la derecha, es que seguramente es de derecha. La diferencia principal está en una preposición: el individuo sobre los demás, o el individuo entre los demás.
Tengo para mí que estamos perdiendo la voluntad de las izquierdas, por los métodos de la derecha. La guerra por el triunfo a toda costa, por el poder individual, por la razón propia frente a los traidores, por la sumisión del adversario. ¿Pero dónde queda en esa lógica la ideología que le da sentido a las izquierdas? Conozco la respuesta: pura ingenuidad. Que cada quien se defienda como pueda.
Profesor investigador del CIDE